Viajo en el tren junto a mi hijo mayor, pensando en una cuestión que me ha formulado días atrás. Recién llegado de la escuela, el chiquillo me ha preguntado por qué, si lo comemos todos los días, en el colegio no le enseñan a hacer pan en vez de tantas divisiones y tablas de multiplicar que no alimentan a nadie. Como pasa tantas veces, la respuesta correcta era también la respuesta odiosa, así que me he enzarzado en una farragosa digresión sobre el futuro, los trabajos y la pericia de los panaderos, que ya nos hacen un pan delicioso para que podamos dedicarnos a otras cosas; vano esfuerzo paternal por velar la realidad que ha satisfecho sólo a medias su curiosidad.
Pienso en esa pregunta ahora que los dos vamos, junto al resto de la familia, en un tren que tiene como destino Madrid, aprovechando unos días libres que nos brindan las fechas navideñas. Cuando llegamos a la ciudad, toda la familia salta del tren, se despereza y así jugamos a librarnos de nuestra apariencia provinciana. Todo es nuevo y en una escala nueva. Como sé lo que la ciudad ofrece, ya me he preocupado de averiguar cuáles son los nuevos platos del menú cultural madrileño. Descubro una exposición de fotografía en el Museo Reina Sofía que capta mi atención. Se trata de Genealogías documentales: una aproximación a los primeros usos de la fotografía como medio para documentar el mundo emergente de la modernidad o, más concretamente, sus costurones, bajo los que iba desapareciendo acompañado de sangre y dolor el Antiguo Régimen.
Aprovecho un momento de descanso familiar y me planto presto en el museo. La hora de cierre está próxima y un flujo incesante y variopinto de visitantes entra y sale del edificio. La primera sorpresa es comprobar que, aunque la exposición se publicita haciendo alusión al convulso mundo revolucionario del cambio de siglo y la industrialización, gran parte de la misma tiene como objeto el trabajo de los niños bajo el primer capitalismo narrado desde el prisma fotográfico del sociólogo Lewis Hine (1874-1940). Pionero de una fotografía que usa la lente como registro artístico de la transformación social, Hine retrata a niñas y niños que miran a la cámara rodeados de máquinas o atrapados en el frenesí de la mina, el taller o el trabajo fabril. Están ahí, muchas veces sonríen, pero sus ropas raídas y sus caras manchadas de hollín nos hacen sentir incómodos. Una de las fotos muestra a un grupo de niños encorvados que clasifican carbón, pero son formas borrosas que apenas pueden intuirse en una imagen poco definida. El pie de foto aclara que trabajan en un ambiente tan insalubre, constantemente expuestos a los vapores que la manipulación del mineral desprende, que incluso es difícil fotografiarlos. Me adentro un poco más en las distintas salas que componen la muestra y descubro a otros como ellos. A veces la cámara de Hine los retrata en grupo, pero otras se esmera en captarlos de uno en uno. Por ejemplo, el chico que posa sonriente y que ha perdido un brazo, que quedó atrapado bajo un engranaje de un telar. O el que muestra una mano llena de muñones, en la que sobreviven sólo un par de dedos. Les acompaña una niña que también sonríe, levemente apoyada en una de las palancas de la máquina en la que opera: parece deslizarse dentro de su austero vestido, pura fragilidad, como si se estuviera desvaneciendo. Me llama igualmente la atención un texto de una campaña de la época contra el trabajo infantil. Presenta argumentos que en la época debían parecer incontestables: el trabajo infantil hace que caigan los salarios y que caiga la producción; el trabajo infantil emplea prematuramente la fuerza del trabajo y arruina la eficiencia del futuro.
La llamada de atención del vigilante del museo me interrumpe en mi deambular alucinado entre las salas de la exposición: se acabó el tiempo, van a cerrar. Mientras bajo amplias escaleras para salir del museo siento que me acompañan, desdibujados como espectros, todos esos rostros infantiles congelados en la ilusión del tiempo inconmovible de la imagen fotográfica. Deshago el camino hacia mi familia disolviéndome en la riada humana que trashuma en la ciudad bajo la luz ambarina de la iluminación navideña. Pienso en lo obvio que resulta –y lo esquivo que es, a la vez- el hecho de que eso que llamamos revolución industrial se debe, en realidad, al trabajo de niños y niñas. Pienso en la forma en que ese trabajo debe haberse transformado y escondido a lo largo del tiempo para volverse tolerable, quizás ocultándose de la manera más paradójica: colocándose delante de nuestras narices hasta hacerse invisible. Es así, pensando en estas cosas, deambulando en una ciudad vestida de fiesta e invierno, que llego de nuevo hasta la pregunta de mi hijo y en cómo, a veces, lo que distingue a un niño de un adulto sólo es la capacidad para hacer las preguntas correctas. Las que todavía no han renunciado a la verosimilitud del presente para arroparse en la engañosa promesa de la eficiencia del futuro.