La historia en los últimos tiempos se ha acelerado. El paisaje político anterior a la crisis financiera de 2008 parece tan remoto como la celebración en Barcelona de los Juegos Olímpicos. En los últimos diez años hemos producido más historia de la que podemos asimilar, como advertía Stefan Zweig a propósito del continente europeo.

Con un modelo económico definitivamente hundido, herencia del desarrollismo franquista, pero desprovisto en las primeras legislaturas del PSOE del componente industrial por presiones de la burguesía centroeuropea, una crisis sanitaria que corroe los cimientos de un estado del bienestar anémico por los años de la contraproducente austeridad bruselense y varios conflictos sociales enquistados, la presencia de un frente en la oposición con un componente creciente de la extrema derecha resultaba un riesgo para nuestro sistema democrático. Democracias jóvenes o consolidadas como la húngara, la polaca, la turca o la búlgara se pudren ante el embate de este autoritarismo posmoderno. No solo en Hispanoamérica suceden estos fenómenos, como recuerdan con parcialidad nuestros conservadores y liberales.

El primer gobierno progresista de coalición de nuestra historia desde la II República se enfrenta a una circunstancia única que ha desestabilizado el orden mundial y nos ha recordado, a la vez, que habitamos un único planeta: la epidemia mundial del SARs-Covid 19. El desempeño del gobierno ha sido mejorable, pero la actitud de los principales grupos de la oposición no era mucho más eficaz ni responsable. Era un temor cierto que una oleada de descontento permitiera a la extrema derecha representada por VOX ocupar el ejecutivo nacional. Con un indisimulado ventajismo instrumentalizaron una moción de censura para presentarse como alternativa, intentando secuestrar los votos del Partido Popular.

Pablo Casado, en estos dos años como líder del Partido Popular, ha mostrado una complacencia cínica con la extrema derecha de Vox, algo que alertaba incluso a un sector importante de su propio partido. Dos años en que se ha distinguido como un líder cizañero, hipócrita, hiperbólico en su descalificación del contrario y, a despecho de su juventud, con ideas más viejas que las de sus predecesores, en la línea del conservadurismo clásico español: escasa sensibilidad social, pobreza propositiva fuera del ámbito económico, mediocridad del proyecto productivo (apenas una colección de simplistas fundamentos para justificar la cesión de recursos a los más privilegiados y sin ánimo de transformar el modelo de baja productividad, mala calidad en el empleo, poquísima innovación y atomización empresarial) y ambigüedad en la defensa de las minorías. En el Congreso, el filibusterismo y el secuestro de las instituciones so pretexto de absurdos escrúpulos ideológicos ha sido la constante de su acción en la cámara baja. Una responsabilidad en la obstrucción tristemente compartida por los diferentes actores políticos del teatro parlamentario.

El pasado jueves 22 de octubre sucedió lo inesperado. Tras la insustancial soflama de Santiago Abascal (definida como “patochada” por el líder del PNV), Pablo Casado rompió con la extrema derecha con un duro discurso. No se alejó un ápice de su excesiva aprensión hacia la izquierda, del torticero concepto de libertad educativa entendido como el derecho de los padres a alejar a sus hijos de las clases desfavorecidas o de sufragar con fondos públicos visiones sociales constitucionalmente dudosas, así como de la vanagloria por su pasado éxito económico (socialmente discutible) al haber creado siete millones de insatisfactorios empleos de baja cualificación en la construcción y la hostelería para frustración de los jóvenes y menos jóvenes titulados universitarios de origen humilde, así como de cualquier ciudadano con aspiración de superar la mediocridad secular de nuestro país. Es obvio que el PP nunca aspiró a desbancar a Japón o a Alemania como potencias tecnológicas ni a que nuestro país pueda escribir las próximas páginas de la futura literatura científica, le basta con albergar a sus turistas. No se conformó sin embargo Casado en chapotear en la tópica confusión conservadora entre sentido común y privilegio oligárquico sumado a una mediocridad asumida, destacó el brío de su defensa de los derechos civiles y de las libertades, de la concordia, de las instituciones democráticas de nuestro Estado. Ahí estuvo su paso más valiente y el elemento más brillante de un discurso excepcional en forma y fondo. No es legítimo en democracia exigir a los conservadores que dejen de ser ellos mismos, pero sí que promocionen sin pudor los principios que rigen nuestra sociedad democrática: libertad, dignidad humana e igualdad ante la ley. “Sueñen en la lengua que sueñen y amen a quien amen”. Tarde, sí, pero el PP asume las libertades, los derechos civiles y dignidad de esta España diversa socialmente y rompe con la herencia franquista de su no tan lejano origen.

Leemos en la prensa nacional, en alusión a la interpretación que de Edipo hizo Freud, que Vox quiso matar al padre. Es el PP quien ha matado al padre en la persona del nieto, Vox, escisión de quienes no han querido aprender nada de estos últimos cuarenta años de democracia. Cuarenta años, señor Abascal, cuarenta, no ochenta, lamentablemente.