Bafomet de Éliphas Lévi. Una de las ilustraciones de la novela Aniquilación.

Anagrama publica la octava novela del escritor francés más controvertido de los últimos tiempos. Michel Houellebecq vuelve a diseccionar la sociedad francesa desde un punto de vista conservador, decadente y sin concesiones.

Houellebecq lo ha vuelto a hacer. 

Aún más gris, más negro, más marrón que nunca. 

Aniquilación es la última, la octava y, hasta la fecha, la más oscura de las novelas del escritor francés. Una obra basada por completo en los personajes. Centrada en las historias decadentes de franceses grises, tristes y reaccionarios. 

No hay trama. Houellebecq ya no la necesita. Se deshace del andamiaje a medida que construye la historia. Se ríe de la estructura narrativa. Nos arrastra hasta la mitad del libro —y digo bien nos arrastra, porque hay que agarrarse fuerte durante más de trescientas páginas antes de llegar a algún sitio— con el pretexto de un complot internacional. Una vez allí, nos muestra la luz. O, en su caso, las tinieblas. 

Houellebecq nos propone un puzle inmenso, de dimensiones planetarias, apoteósico, que diría Piqueras, a partir de las pocas piezas que consiente arrojarnos como flores a los cerdos. Y cuando empezamos a vislumbrar las posibles consecuencias del merdier que ha montado, como en la vida haría un demiurgo tan sádico como el propio autor, tira por la borda todo lo construido.

Pero no solo se trata de una apuesta literaria, sino de todo un discurso filosófico que planea a lo largo y ancho de la obra houellebecquiana y, podemos suponer, de su humilde persona. Para más señas, según explica el narrador de Aniquilación, el protagonista «no creía que la racionalidad fuese compatible con la felicidad, es más, estaba bastante seguro de que conducía a una desesperación absoluta». En esas estamos. Una novela tan absurda como la vida misma. 

Y es que Houellebecq se burla del lector y de sus expectativas. Juega con la estructura del mismo modo que Conan Doyle lo hace con los muertos. Nos dice: Mirad ahí. ¿Veis eso tan gordo? Pues no es eso. ¿Queréis más? Pues aquí lo tenéis. El temazo del siglo. Una bomba compuesta de lo mejorcito que ha parido madre: mamoneo político, sectarismo nihilista, la ultraderecha —o la ultraizquierda, tanto monta—, terrorismo internacional, la tecnología al servicio de la destrucción, satanismo. ¿Quién da más? Disfrutadlo hasta saciaros. Empapaos. Ahogaos en el plot.

Michel Houellebecq en un fotograma de L’Enlèvement de Michel Houellebecq.
Guillaume Nicloux

De hecho, ¿qué representa el drama social para un individualista como Houellebecq? Migajas. Consuelo de tontos. El comunitarismo se desvanece ante el drama individual. Ni siquiera una revolución podría competir contra el fin de uno mismo. En cualquier caso, los mártires nunca disfrutarán de su propia obra. No en este valle de lágrimas.

Tampoco sobreviven a la amenaza de la muerte nuestra insignificancia, nuestra desidia ni nuestros pequeños dramas cotidianos. Todo lo vano se esfuma engullido por el agujero negro de nuestra propia finitud, congelado ante el vértigo que produce el precipicio que nos aguarda.

Hasta la mitad del tocho, decía, el lector se encuentra con la niaiserie más absoluta, pincelada de episodios oníricos que prometen más de lo que cumplen. La familia Razón, que así se llama la estirpe —esto haría sonreír al colega Marhuenda—, se reúne en torno a un padre moribundo. 

Paul, alto funcionario del Ministerio de Economía, se rencuentra con su hermana Cécile, bondadosa, beata, mojigata. El París globalizado se da cita con la province de sus ancestros. Las élites francesas se codean con la Francia profunda, unidos todos por los vínculos de la sacrosanta familia. Las plumas de la capital del lujo mundial se cubren con la caspa de una cierta Francia gris y mediocre, pero honrada, descrita por su máximo exponente. 

Esta es la novela de esa Francia que se esconde detrás de la cortina para criticar sin ser vista la algarabía multiétnica que inunda no solo las avenidas parisinas sino también los callejones de la periferia. Una Francia rancia que solo acepta la alteridad dentro de un marco bien definido. Dentro de un orden, Monsieur. Dentro de unos límites. Una idea terca de Francia. Una falsa Francia auténtica. Un determinado terruño.

La Francia que tiene miedo. Esa que se pone colorada cuando el legendario cinismo galo ahonda en llaga de su ignorancia, de su provincianismo, de su precariedad. Esa que golpea la mesa y mete un berrido aciago cuando alguien trata de ponerla en evidencia. La que se toma un gnole a primera hora de la mañana para resistir a la indigencia de los días monótonos que se nos van, para soportar el peso del yugo, para tolerar las risas histéricas de las estrellas de la televisión.

«Hay muy pocas personas malas en Aniquilación», suelta Houellebecq en Le Monde, el único medio al que ha concedido una breve entrevista desde que salió la novela en Francia, a principios de año. Es cierto. Sus personajes flirtean con la ultraderecha sin llegar a casarse con ella. La puntita, nada más. No se quitan la gabardina para mostrar sus vergüenzas. Cuestionan la modernidad sin combatirla. Panda de cobardes. Actúan por omisión. Se abstienen de participar en un mundo que los menosprecia. Ningunean el ninguneo. En realidad, no les interesa.

Casi no hay malos, pero los hay. La hay. Una cabeza de turco que sobresale en esa amalgama espesa y amorfa de gabachos reaccionarios entre los que se revuelca Houellebecq. Indy es una mujer casualmente (toses) emancipada. La egoísta. La puta. La mala mujer. La mierda interesada. La independiente. La que hace y deshace sin pedir permiso a nadie. La mantis irreligiosa. No tiene nada bueno. Quizá un buen culo, aunque Houellebecq ni lo mienta. En este caso, hélas, jamás lo sabremos.

La imagen de la mujer en Aniquilación está en la línea de la práctica totalidad de la obra del autor. En el fondo, solo le agradan las mujeres que se someten con entusiasmo al macho, al machito… o a lo que sea su ideal masculino. Las que no se meten en lo que no les llaman. Las que se interesan por la cocina. Las buenorras. Las que no marean. Las modositas. Las aplicadas.

Prudence, compañera de fatigas del protagonista, es una de ellas. Un personaje triste, inconsistente, unidimensional. Una máquina de chupar pollas. Los únicos atisbos de originalidad que posee son haberse metido en una secta Wicca y ponerse minishorts a sus casi cincuenta tacos. Hasta ahí llega el nivel. ¿La actualidad, la política, la sociedad? Cosa de hombres. En realidad, Prudence es un robot de cocina con coño. Debo suponer que tal engendro corresponde al ideal de aquellos que buscan en la parienta a alguien que, a falta de sesos, conserve un culo en condiciones hasta el fin de sus días.

El feminismo no es el único blanco de Aniquilación, como cabe esperar. También lo es la transformación de la sociedad, la multiculturalidad, la diversidad sexual. Con los dedos pringados de nicotina, el autor se permite señalar la elección de Indy al optar por un «progenitor de raza negra» para concebir a su hijo, algo que el protagonista considera sospechoso. O subrayar que Cécile, la hermana beata de Paul, «odiaba y temía de manera instintiva» el barrio árabe de su pequeña ciudad. O afirmar que «la pareja heterosexual» constituye «la principal posibilidad práctica de manifestación del amor». Jejejej… Eh, Houellebecq, relax, que nos estamos haciendo mayores.

En definitiva, el niño terrible de las letras francesas se ha rodeado, esta vez más que nunca, de sus delirios, fantasmas y fantasías con los que ha compuesto un vodevil macabro que consigue sostener sobre las reflexiones existencialistas que rezuman en cada página, lo que no es poco. La novela es solo una excusa. La trama no existe, aunque tampoco la echemos de menos. El peso lo lleva el hombre. Los personajes femeninos son muñecas hinchables, monjas o putas. La diversidad es residual. El mensaje, basura.