Ando apurado tratando de armar un texto para La Enzina y surge de pronto una inspiración literaria que, como la mayor parte de mis inspiraciones literarias, acabará en agua de borrajas. Quisiera escribir un relato protagonizado por un adolescente en la víspera del día de todos los santos, poblarlo de oscuridad y el consabido paisaje grotesco que brota de nuestra lectura del Halloween sajón, pero darle también tono de esperpento nacional.

Mi historia transcurrirá una noche de noviembre, ahora que dicen que el invierno viene a caer a destiempo y cada vez nos cuesta más abandonar las templanzas de un verano que empieza a ser antinatural. Y, sin embargo, imagino personas que llevan dentro el frío, adherido a los huesos. Como ese chico que cuando sale del instituto –igual es su último año y ve la vida como un vacío hacia el que precipitarse- ya no quiere volver a casa. Prefiere vagar por la calle como si lo hiciera (volver a casa) pero tomando la dirección opuesta cada vez que siente que sus pasos le llevan hasta ella. En el camino, la oscuridad alberga gente enmascarada que parece mirarle con hostilidad; vampiresas cuyos labios rojos le recuerdan a esa señal de los mapas que dice “está usted aquí”; sombras que se mueven en grupo y le hacen sentir todavía más frío.

El chico no quiere volver a casa porque sabe perfectamente lo que le espera allí. Las cosas han empezado a ir muy mal. Su madre trabajó mucho como auxiliar en el hospital durante la pandemia, pero hace tiempo que la echaron. Ahora, con suerte, consigue algunos contratos de días u horas que dan para ir tirando y nada más. Lo de su padre es peor: media vida trabajando en la hostelería sin contratos o cotizando la jornada al cuarto y mitad porque, como le han explicado siempre sus jefes, si no “no les compensa”. Los mismos jefes que siempre le han echado un brazo por el hombro y al terminar el día le han invitado a beber con ellos. Tómate otra, le decían. Ahora que lleva dos años sin trabajar ya no sabe hacer otra cosa que tomarse otra; eso y volver irritado a la tarde a casa, gritándole a su mujer y a su hijo. Ni si quiera quiere pedirle dinero a su madre para no tener que aguantar los insultos del padre, que le llama mantenido y vago mientras estruja otra lata de cerveza vacía y la arroja al cubo de basura.

Como el dinero se agota a media mañana, su espigado cuerpo adolescente pasa hambre después de clase y la única manera que conoce de olvidarse del crujido de su estómago es caminar hacia ninguna parte, como hace esta noche. Ya se ha fijado en que todo es más caro y cuando le mandan a la compra al supermercado no falta alguien que discute con los reponedores por qué todo sube de un día para otro, aunque lleve tiempo guardado en un almacén.  

Pienso en ese chico que, caminando, llega hasta un lugar conocido: una pequeña plaza mal iluminada con algunos bancos de piedra en los que no se sienta nadie. Antes paraba siempre aquí en el camino de vuelta del instituto. Siempre había algún conocido con el que fumar un canuto y echar unas risas antes de volver a casa. Pero hace tiempo que los amigos echan la tarde repartiendo comida rápida y ya no aparecen por allí. En la plaza quedan sólo él y una señora que pasea a un pequeño perro y que, desde el otro lado, le mira con desconfianza; en cuanto el perro suelta su orín apresurado ella jala de la correa para marcharse y se lleva a rastras al animal, que parece querer resistirse clavando las uñas en el acerado. Él la mira adentrarse de nuevo en la oscuridad de calles mal iluminadas; luego nada. Últimamente le pasa eso: le vienen accesos de nada, de quedarse en blanco, de no saber qué hacer. Cuando le pasa eso toda su atención se dirige hacia su pecho, donde comienza a formarse una pesada esfera de opresión. Es pequeña, al principio, sólo un punto de tensión, hasta que empieza a crecer y hacerse un poco más grande como para que a cada inspiración sea más difícil deshacerse de ella. Querría hablar con alguien, pero palpa el bulto inútil de su teléfono en el bolsillo: hace horas que se quedó sin batería.

En algún punto del relato me gustaría introducir otro personaje: alguien muy distinto a ese chico. Llega volando, cuando una ráfaga de viento arrastra hasta sus pies unas páginas de papel. Cuando el chico agacha la vista, se da cuenta de que son las páginas de un periódico, que queda abierto sobre sus pies por la portada. En ella, la foto de un hombre mayor que parece satisfecho, le sonríe. El titular que acompaña la foto informa de que el hombre ha sido absuelto de un delito financiero, un asunto sobre la bolsa que el chico no entiende ni le interesa. De pronto, la plaza solitaria se ha convertido en un lugar del que escapar. Un autobús que para al otro lado de la calle, le ofrece una oportunidad. Se ha fijado que son de los que hacen recorridos circulares y abandonan la ciudad, y la gusta la idea. No le cuesta demasiado trabajo aprovechar que la gente se amontona en la puerta delantera para mezclarse con los que salen y colarse por la puerta de atrás: ya lo ha hecho otras veces. Cuando el bus arranca con un ronquido del motor, siente un inesperado alivio y la bola grave de su pecho se achica.

Acerquémonos al desenlace de la historia, que imagino ocurriendo lejos de lugares conocidos, en algún punto de la ciudad en el que esta se convierte en anchas carreteras llenas de gente que vuelve a una bonita casa adosada en las afueras. Cuando el bus lleva un rato circulando, se aproxima a una parada en mitad de la nada. El conductor repara en el chico en el espejo retrovisor y le hace un gesto. Señala su cara. El chico trata de evadir su mirada, hasta que se da cuenta: no lleva puesta la mascarilla. Cuando paran, el conductor le obliga a bajar. De nada sirve que él le explique que no sabe cómo volver desde allí: el bus vuelve a arrancar y le deja allí, en una acera amplia que bordea un conjunto de casas que parecen amuralladas. Camina un rato bordeando altas vallas y puertas que parecen hechas para salir, más que para poder entrar. Cansado, se rinde a la evidencia: tiene que pedir ayuda. Piensa en la posibilidad de llamar a una de esas puertas y pedir que le dejen usar un teléfono para llamar a alguien y que le recojan; o quizás le dejen cargar un rato el móvil. Gente amable debe haber en todas partes, se dice para que todo parezca un poco mejor.

No escucha timbre alguno cuando pulsa el botón. Por unos instantes piensa en probar en la siguiente, pero entonces la puerta se abre con un chasquido. A estas alturas de mi tropiezo literario no puedo menos que añadir algo de decimonónica gravedad a la escena y describir cómo el chico avanza solo por un angosto camino flanqueado de setos hacia una segunda puerta. Allí le espera una mujer de tez oscura, con medio cuerpo oculto tras el umbral, sobresaliendo sólo su cabeza rematada en una cofia. Desde la casa llegan voces que hablan en alto y música, ruidos de celebración. No acaba de llegar hasta ella cuando desde dentro llega una voz masculina que pregunta ¿Son los del reparto? Veo claramente cómo la asistenta desaparece unos instantes en la oscuridad del zaguán para reaparecer tras una breve conversación en voz baja con un hombre. Ese hombre tiene una copa alargada en la mano y luce sonrisa satisfecha, incluso ahora que parece decepcionado por recibir una visita inesperada. Se coloca justo en el globo de luz que ilumina la entrada y mira al chico sin pudor. Él le reconoce: es el mismo que ha visto antes en la portada del periódico. Ah, pero yo sé lo que quiere este -dice ampliando la sonrisa hasta que sus ojos se convierten en rendijas sobre su cara. El chico se ha quedado en lo últimos peldaños que conducen a la entrada y le mira desde abajo. Añado entonces un poco de ironía y carga moral a este relato que se extingue describiendo cómo ese hombre se agacha y, levantando un poco su copa en un brindis a la noche, guiña un ojo y añade:

-Venga chaval: ¿truco o trato?