Da igual la devoción que le tengas a la virgencita de tu pueblo o lo curiosos que sean los trajes populares de tu terruño; no hay festividad mariana ni evento campestre que pueda siquiera compararse con el despliegue homérico de las cifras de la romería del Rocío.

Es cosa natural replegarse a alguna clase de madriguera para pasar los rigores del invierno; tanto como salir de ella para celebrarlo en cuanto llega la primavera. Los pájaros lo hacen, las abejas lo hacen. Los seres humanos también lo hacemos, solo que añadiéndole un punto de sofisticación cultural para dejar claro que nos creemos especiales. Inventamos ceremoniales, trajes y canciones y formas de declarar que nos gusta la vida cuando se hace en algún lugar cálido. A partir de aquí, todo se complica y hay que dar nombre a cosas que tienen muchas capas y barnices de esta sofisticación. Tantas que a veces cuesta separar unas de otras.

Ahora que es tiempo, pienso en esas múltiples romerías que recorrerán, como en una red de capilares por los que fluye una ancestral energía vital, los caminos y veredas de nuestros campos. Y pienso, especialmente, en la singularidad de una romería que abre una enorme sima de vibrante irracionalidad en el occidente andaluz: la del Rocío, en Almonte (Huelva). Da igual la devoción que le tengas a la virgencita de tu pueblo o lo curiosos que sean los trajes populares de tu terruño; no hay festividad mariana ni evento campestre que pueda siquiera compararse con el despliegue homérico de las cifras de la romería del Rocío. Hablamos de una fiesta que puebla más de un millón de personas, a la que acuden miles de bestias y en la que hay más caballos que en una carga del séptimo de caballería (aunque es verdad que, como en cualquier película del oeste, algunos de ellos estarán condenados a morir); una fiesta que genera impactos económicos y medioambientales que sólo pueden cuantificarse con guarismos de los grandes. Ayuda a fortalecer su singularidad que se celebre en un lugar enclavado en un hermoso paraje cercano al Coto de Doñana, junto al que se levanta un núcleo urbano afectado de gigantismo inmobiliario que rinde culto a un estricto regionalismo andaluz encalado y pintoresco. El peso que esta romería tiene en el mundo cultural y político andaluz es de tal magnitud que muchos partidos políticos (no apunto a nadie) han tenido que preocuparse este año de animar a los romeros a votar por correo, ante la coincidencia de las elecciones del 28 de mayo de 2023 con los días grandes de la fiesta. Y ya de paso, para acabar de emponzoñar la campaña, y en mitad de la guerra entre gobierno central y autonómico por el agua y la gestión de su escasez en nuestro entrañable secarral andaluz, incluso se ha pedido desde la Junta de Andalucía un desembalse oportuno que vuelva a dar al Guadiamar aspecto de río, propiciando la imagen icónica del vado del Quema.

Esto no lo hacen los pájaros, ni las abejas.

Pero para mí, Rocío, siempre ha sido otra cosa. Tantas veces he escuchado a mis mayores referir a media voz la historia de una película prohibida (eran otros tiempos en los que lo prohibido todavía era atractivo), sobre la que podías oír hablar pero que nunca ponían en la tele. La razón es que Rocío fue un documental tristemente pionero, primera obra cultural vetada por nuestro sistema judicial tras el fin del régimen franquista. También fue la primera película que se atrevió a denunciar la brutalidad de la represión franquista en Andalucía durante la Guerra Civil y quizás este atrevimiento explica que haya prácticamente desaparecido de nuestra memoria. La historia es bien conocida: el cineasta Fernando Ruiz Vergara la rueda a finales de los años 70, la estrena al mismo tiempo que arrancan los 80 y pese a que llega a participar en importantes festivales de cine, como el de Venecia, lo hace desatando una importante polémica. Hay que pensar en la furia que provoca, incluso hoy día en que nuestra democracia se cree plena y madura, cualquier alusión a la llamada memoria histórica para entender lo que debió suponer en su día el estreno de una película que ponía de relieve la violenta trabazón del ideario y los intereses religiosos con la explotación clasista en el mundo rural y la violencia como instrumento de la represión franquista; que en el propio municipio de Almonte, como se enumera en el documental, se cobraría al menos 100 vidas con nombres y apellidos conocidos. Una tormenta perfecta. La película, denuncia mediante, acabaría secuestrada por orden judicial en toda España y no volvió a ser exhibida hasta mediados de los ochenta, pero con planos negros sustituyendo los pasajes censurados, cuando no directamente mutilada. No creo que se haya programado muchas más veces desde entonces. Tampoco volvió a dirigir gran cosa Ruiz Vergara, que pagó con su prometedora carrera la poca disposición de la España de entonces a hablar con franqueza de su pasado. Acabó sus días en una especie de autoexilio portugués (donde en parte se había formado como cineasta filmando la revolución de los Claveles), falleciendo un 12 de octubre de 2011. Un día de la Hispanidad, casualidades tiene la vida.

¿Quieren aprovechar que ya corren los días de Pentecostés para ver Rocío? Internet nos ofrece la oportunidad de verla completa y sin cortes, en Youtube, compartiendo espacio digital con  videos de gatitos o el último hit de Bad Bunny. No deja de haber algo de atroz justicia posmoderna en ello.  Cuando la vean repararán en su estructura como de manual apolillado del bachillerato y en que algunas imágenes y narraciones no han envejecido bien. Pero reparen también en la valentía de un metraje que contiene escenas que todavía conmueven: como aquella en la que vemos poco a poco y en un pulcro silencio de claroscuros el desnudar (literal) de una de esas vírgenes. Así podemos contemplar la realidad tras la imagen venerada, apenas un tocón maltratado hecho de cicatrices de hachuela y dolorosos tajos de fe que cercenaron la imagen original. Pone los pelos de punta. También las escenas en el interior del templo, en el que los rostros de los almonteños se contraen con furia mientras pugnan por aferrarse con manos agarrotadas a unos varales que, nos advierte la narración, no dejan de ser también los barrotes de una gran cárcel que nos aplasta en la tierra mientras esperamos otra vida mejor en algún paraíso inexistente. Entretanto, la cinta no deja títere con cabeza y denuncia el oportunismo de un catolicismo que, tras arrasar con los cultos paganos, no desaprovecha ocasión de tornar la historia de los pueblos para su propio beneficio, como no desaprovecha uno de los hombres fuertes del régimen, monseñor Cantero Cuadrado, para hacer algún que otro negocio inmobiliario. En el centro, las imágenes de la polémica: un vecino del pueblo relata (testimonio que luego corroborarían otros muchos en el propio juzgado) cómo importantes familias de Almonte se encargaron, con saña e interés personal, en hacer desparecer brutalmente a muchos de sus convecinos durante el alzamiento franquista, y de hacerlo con una bruñida medalla de la señora de las marismas colgando de su pecho.

Quizás sería un ejemplo de verdadera convivencia democrática y sincera voluntad de hacer memoria crítica rescatar Rocío; rehabilitar también la figura de un pionero del nuestro cine moderno como Ruiz Vergara; darle otra oportunidad. Sencillamente, programarla en estas fechas con el mismo ahínco con que nos atizan con Los diez mandamientos cada Navidad en nuestras televisiones públicas cada vez menos públicas (si por “público” entendemos atender a todas las sensibilidades), para que cada cual reflexione sobre ese concepto de la “religiosidad popular” sin que algunos tengamos permanentemente la sensación de andar comulgando con ruedas de molino con un brazo atado detrás de la espalda. Si alguien más piensa como yo, no le voy a engañar: en la España blandamente tolerante de hoy, mejor esperar sentado.