Respondemos aquí a un texto de un amigo, llamado El principal punto débil del socialismo científico de Marx y Engels. El problema que toma en sus manos es de una importancia histórica capital y apunta contradicciones teóricas insolubles entre las diferentes etapas del marxismo como movimiento histórico. Sin embargo, no coincidimos en la crítica que hace: pensamos que lo que él llama punto débil es, en realidad, punto fuerte, y que los puntos débiles del marxismo, que los hay, son otros.
1. Frente a «superestructura» y «conciencia», materialismo semiótico.
Uno de los primeros extractos que escoge nuestro amigo, del Prólogo a la Crítica a la Contribución a la economía política, es quizás la mayor síntesis que jamás ofreciera Marx de su filosofía (las tesis sobre Feuerbach se quedaban en un punto de ruptura aún demasiado genérico). Veámoslo de nuevo:
El resultado general al que llegué y que una vez obtenido sirvió de hilo conductor a mis estudios se puede resumir así: en la producción social de su vida los seres humanos establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales.
El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social.
El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general . No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.
Al llegar a una fase determinada de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí.
Hasta aquí, luminoso. El desarrollo de las fuerzas productivas lleva en sí el germen de la transformación de las relaciones de producción. Pero Marx da un salto mortal al pasar a la conclusión de la revolución social (ver continuación de la cita más abajo). Para que esta revolución social se dé, lo necesario es que las fuerzas productivas que se desarrollan sean de un tipo particular, a saber, humanas, incorporadas en los «hombres»: alfabetización donde no la había, secularización que hace central la cuestión de las relaciones entre los humanos, etc. Eso es, al menos, lo que aparece con evidencia, a toro pasado, a día de hoy.
Sin embargo, vertientes de desarrollo como el nivel educativo o el sistema de creencias, tan materiales como cualesquiera otras, el marxismo ha tendido a considerarlas como superestructura o, en el texto citado, como «formas de conciencia social» que no determinan sino que sólo son determinadas. Vemos aquí cómo la ruptura de Marx con el idealismo alemán a base de subvertirlo y arrebatarle una nueva concepción del sujeto histórico, es todavía insuficiente. Desde sus primeros escritos de ruptura (los Manuscritos, La Ideología Alemana y, sobre todo, las Tesis sobre Feuerbach), Marx sitúa la praxis como determinante dinámico de la conciencia frente al materialismo vulgar, pasivo o contemplativo de Feuerbach. El sujeto histórico, incluso el sujeto a secas, había sido patrimonio del idealismo hasta que llegó la ruptura marxista, la «vuelta del revés» de Hegel. Un verdadero hito. Pero esta «conciencia», aunque determinada por la práctica, sigue abarcando en Marx demasiados aspectos de la vida social que en realidad no necesitan ser considerados como «superestructurales» ni «reflejos». Como ejemplo, citábamos más arriba saber leer o no. Otro ejemplo fundamental es la lucha ideológica como lucha a través de significantes, y no tanto de ideas: el significante es material, tangible (visible, audible, etc.), y orienta la vida social hasta el punto de que esta es inconcebible sin él (incluso el dinero no es, en realidad, más que un significante). Y hay más tipos de relaciones materiales que quedan fuera, como las relaciones de igualdad o desigualdad entre hermanos impuesta durante la crianza (y al legar el patrimonio) por parte de sus padres. En resumen, en esa magnificación de la noción oscura y genérica de conciencia se concentra el reducto idealista de Marx.
2. Frente al monismo idealista, una pluralidad de infraestructuras.
Por supuesto, la ruptura de Marx fue radical, pero «sólo» todo lo radical que podía ser en su contexto histórico. ¡No se puede romper con todo de una tajada! El leitmotiv de crear el cielo en la tierra sólo puede entenderse bajo la renuncia aún fresca al cielo de Dios, renuncia en la que las sociedades modernas se hallaban inmersas en tiempos de Marx. Pasada esa fase revolucionaria, como pasada está hoy día en casi todo el planeta, seguir creyendo en el cielo en la tierra no es sino empecinarse en un idealismo al que Marx dejó sitio aunque nunca, en su extensa obra, se aventurara a describir el comunismo. Una confirmación de ese reducto de idealismo nos la da otro aspecto de la ruptura de Marx, a saber, su monismo flagrante, que tanto le critican en la Escuela de Oviedo:
De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella.
Cuando se estudian estas transformaciones, hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo.
Claro, luchan, pero ¿cómo luchan? ¿igual que la mosca que, al intentar salir por la ventana, choca sin cesar contra el cristal invisible? Vemos que, para Marx, la ideología no se apoya en la pluralidad fundamental de la infraestructura como un sistema dinámico de varias prácticas sociales en relación dialéctica: relaciones de producción, relaciones familiares, nivel educativo, inteligibilidad lingüística, relaciones sexuales o de género, etc. sino que toda la superestructura ideológica emana de un único origen, las relaciones de producción. Al igual que el uso abusivo de la noción de conciencia, este monismo lleva en su seno una concepción todavía algo idealista de la Historia: Transformemos las relaciones de producción y lo demás vendrá solo, transformaremos la sociedad puesto que las formas superestructurales se ajustarán en consecuencia.
Dado que todos los idealismos consisten en atribuir, de una otra manera, una primacía al sujeto sobre el mundo y que, por otro lado, negar la existencia de un sujeto transformador supone condenarse a formas vulgares y estériles de materialismo, Marx desarrolló la idea de praxis como proceso por el cuál el ser humano, al transformar la naturaleza, transformando su mundo se transforma también a sí mismo, lo que lo devuelve como sujeto al papel subalterno de objeto. Estableció así las bases de un materialismo histórico que revolucionó para siempre nuestra manera de relacionarnos con el mundo. Sin embargo, es evidente que el equilibrio no deja de ser frágil, y que cualquier exageración voluntarista sobre el poder transformador del sujeto nos devuelve varados adonde estábamos al principio.
Las posibles derivas idealistas del monismo de Marx eran resueltas por él, a su vez, postulando como sujeto de la transformación revolucionaria a la clase proletaria, que no produciría la revolución por voluntad, ni tan siquiera estrictamente por interés (los intereses objetivos tienden a presuponer, como contrapartida, un sujeto ideal ahistórico, proyectado por las reglas del juego al que se presta, obligado, varias horas al día en su vida adulta), sino porque el propio desarrollo del capitalismo la llevaba a la lucha y, en esa lucha, a transformarse a sí misma, pasando de clase en sí a clase para sí, y de ahí a tomar el poder y ejercer su dictadura como clase universal hasta la desaparición del elemento nodular de su condición de clase explotada, la plusvalía, y de ahí a la desaparición de las contradicciones de clase. El poder atribuido al proletariado para acabar con las mismas relaciones de producción que lo definen como clase, desintegra cual Big Bang invertido el propio aparato teórico marxista[1]. Y ya se cuidó Marx de no caracterizar demasiado aquel momento escatológico, más que por negaciones (ausencia de clases, de Estados, de fronteras, de dualidad campo-ciudad, de trabajo intelectual-manual, etc.). En todo caso, la trampa idealista era salvada al describir al proletariado como tendiente en su desarrollo mismo y determinado por sus mismas condiciones sociales de existencia, descritas ante todo por Engels en el norte de Inglaterra, al derrocamiento del orden burgués. Esto lo pudo hacer Marx por vivir en el siglo en que vivió y, también, consagrando lo esencial de sus obras dedicadas a la política al más desarrollado y alfabetizado de los países latinos (léase, políticamente revoltosos e inestables): Francia.
La aspiración monista aparece también en el concepto de «anarquía de la producción», que menciona nuestro amigo en su texto. Este concepto condena la dialéctica de los actores económicos, haciedo pensable sustituir la «anarquía» (término equívoco porque el mismo Marx, de lo que se encargó fue de mostrar precisamente la regularidad de las crisis capitalistas) por la acción planificada de un sujeto plenamente emancipado. Combinado esto con la innecesidad de la existencia de la clase capitalista (que sí es un acierto), se produce un modelo de planificación económica a lo soviético. Cierto es que «crear las condiciones materiales» no es necesariamente «planificar» la economía, sino sólo ejercer el poder político para encauzar las fuerzas productivas hacia la transformación de las relaciones de producción. Hasta ahí, intachable. El problema es que nunca se habla de cuáles han de ser esas condiciones materiales, más que para negar en un todo las relaciones capitalistas de producción, incluida la dinámica sistémica del mercado, de la adaptabilidad espontánea de los actores, de la muerte de unas empresas en favor de otras, etc.
El problema, bien enraizado en toda la filosofía marxista, no tiene fácil solución dentro de los cauces de ella. Efectivamente, como admite el texto al que respondemos, no se cumplieron las predicciones de Marx y Engels de que la Revolución sucedería allá donde más desarrolladas estuvieran las relaciones capitalistas, es decir, en Inglaterra antes que en Alemania y, por la misma lógica, en Alemania antes que en Rusia. No fue Inglaterra, no fue Alemania. Y sin embargo, sí fue Rusia. El poder transformador del marxismo resultó ser extrañamente efectivo en países a priori insospechados. Para explicar el fallo, el texto de nuestro amigo apunta como hipótesis la falta de “un análisis claro de las condiciones superestructurales de la revolución”. Pero el problema es que, yéndonos a las condiciones superestructurales como un todo, no hacemos más que aproximarnos al idealismo premarxista. La cuestión no está tanto en menospreciar las cuestiones superestructurales como en no considerar la pluralidad de las infraestructurales. ¿La alfabetización de las masas es un reflejo del desarrollo de las fuerzas productivas? ¿Por qué entonces le precede históricamente en muchos casos, como Suecia o la propia Alemania? ¿La caída de la tasa de fecundidad obedece a relaciones de producción? ¿Por qué entonces se da en Francia antes que en ningún otro país? ¿Realmente la dictadura de una clase (es decir, el Estado) pertenece al ámbito de la superestructura? ¿No está intrínseca, íntimamente ligada a las relaciones de producción? ¿Son pensables las oligarquías monopolistas al margen de los Estados? ¿La protección ofrecida por el señor feudal a los siervos era un mero pretexto de explotación, sin valor práctico?
3. Frente a la revolución proletaria inevitable, condicionantes ideológicos y lucha revolucionaria sin edén.
Puede que Marx cometiera excesos afilando el cuchillo contra el bakuninismo. Por otro lado, se supone que era, según David Harvey, eminente «marxólogo», el proyecto de Marx producir una gran obra en la que tratara la cuestión del Estado, pero no le dio tiempo (como a tantos autores les pasa, que los más grandes proyectos terminen por no acometerlos). Según esto, nuestra visión del «marxismo» está sesgada por aquellos temas que Marx se reservó en el tintero porque tenía pensado abordarlos más adelante en tal obra magna. Quizás, por lo tanto, tengamos una visión más fidedigna de la filosofía política de Marx leyendo sus obras sobre la Francia del s. XIX que leyendo El Capital. Y volvemos al problema de la existencia de condiciones antropológicas, que no es menor, y es que Marx nunca podría haber descrito la lucha de clases como lo hizo, de haberse basado en otro país. Ni siquiera en el convulso siglo que fue el suyo. Alguna pista nos da, en todo caso, lo que el texto de nuestro amigo cita como una “vacilación”[2] de Marx:
Sabemos que hay que tener en cuenta las instituciones , las costumbres, tradiciones de los diferentes países; y nosotros no negamos que existan países como América, Inglaterra y, si yo conociera mejor vuestras instituciones, agregaría Holanda, en que los trabajadores pueden llegar a su objetivo por medios pacíficos.
Irónicamente, está nombrando los países con democracias más tempranas -democracias, por cierto, tozudamente estables hasta hoy-. Y el caso es que bien se podrá obtener lo que se quiera por medios pacíficos pero, curiosamente, los trabajadores de esos mismos países nunca harían valer demasiado su amor por el socialismo. Y aquí entramos en la cuestión capital, señalada por nuestro amigo, de los condicionantes ideológicos[3]. El concepto es sumamente acertado. Pero, al describir, como el texto hace, la práctica social del proletariado como tendiente a “una ideología burguesa humanista e individualista”[4], se están negando los fustes del materialismo histórico, al menos los que implican la inevitabilidad del comunismo; y dejando la toma de partido de Marx por el proletariado como algo parecido a la designación de Neo por Morfeo en Matrix. ¿Dónde queda la clase para sí en la que el proletariado estaba abocado a erigirse, como bien describe nuestro amigo? Si la práctica social del proletariado lleva al reformismo ¿por qué es la clase revolucionaria? ¿porque se le extrae plusvalía y eso la coloca objetivamente en antagonismo con la burguesía? Quedaría entonces el proletariado equiparado a las clases explotadas que le precedieron, empezando por los esclavos, y los comunistas modernos equiparados a unos enésimos espartacos.
Y lo gracioso -a estas alturas- es que quizás no ande el parangón demasiado errado. Admitámoslo, a toro pasado y sin mérito, Marx no «vaciló»: se equivocó frontalmente. No hubo revolución en Alemania: hubo nazismo. No la hubo en Inglaterra, sino… nada y muchas cosas. Y es tarea ardua la de separar con bisturí lo que salvamos del marxismo -sin duda, mucho- de lo que estamos obligados a deshechar. La revolución proletaria no es inevitable y quizás no sea ya ni siquiera posible bajo una noción estricta de proletariado.
La teoría revolucionaria tiene que emanar de la lucha revolucionaria en un proceso histórico que, en un principio, se postuló como convergente e irrevocable. En tiempos de Marx todavía se podía plantear esta posibilidad, aun cuando la teoría en cuestión hubiera nacido directamente parida del hegelianismo universitario alemán. La unión de la lucha proletaria con su teoría tenía que estar en la propia naturaleza de las cosas, ser cuestión de tiempo. Critica nuestro amigo la posición conciliadora de Marx y Engels en su activismo[5], por priorizar la unidad de las organizaciones obreras. Pero es que en la prioridad que dan a esa unidad orgánica late toda la toma de partido por parte de Marx y Engels por el proletariado como clase revolucionaria. El proletariado es una clase para sí en el momento en que está unido organizativamente. A partir de ahí, su predominancia numérica debería bastar, en su propio desarrollo, para ir desechando posiciones «atrasadas» y adoptando otras «avanzadas» para producir las condiciones para la revolución.
Si, por contra, el proletariado «abandonado a su suerte» no produce, por sí mismo en el desarrollo de su propia lucha los fustes teóricos de su emancipación en un proceso de aprendizaje histórico, la teoría marxista no pasa de ser lo que la historia, a fin de cuentas, ha demostrado que es: un producto filosófico, ideológico y político de la intelectualidad revolucionaria («pequeño-burguesa») decidido a tomar cuerpo en una clase disciplinada, alfabetizada y oprimida. Y no es poco, como la Historia también ha demostrado. Quizás sea, de hecho, lo máximo a lo que pueden aspirar los materialistas revolucionarios.
[1] Esto nos lleva a otra de las orillas desvanecientes del marxismo: el capitalismo produce sus propios enterradores, el comunismo es inevitable y los comunistas simplemente aceleran ese proceso o, como mucho, actúan como el agente histórico de transición entre los dos modos de producción, ¡un agente que, de todas maneras, está destinado a existir! Esta ambivalencia se muestra tanto más en la convergencia respecto a políticas económicas entre la URSS y Occidente o lo que Castells ha llamado Fordismo-Leninismo. La gran diferencia está entre la propiedad pública que rige el sistema soviético y la propiedad privada del fordismo, con el triste resultado de generar una burguesía burocrática depredadora en el seno mismo del Estado. Dicho de otro modo, tanto para la URSS como para Occidente, el saldo es unívoco en una cosa: No, el desarrollo de las fuerzas productivas no lleva al comunismo. No lo hizo, no lo está haciendo… ¿hasta cuándo hay que aguantar la respiración? ¿hasta el año 2050? ¿hasta el 2300?
[2] p. 3.
[3] p. 4.
[4] p. 4.
[5] p. 5.