La izquierda se encuentra aturdida y desorientada por el hecho inesperado de que la globalización neoliberal, que había cumplido hasta ahora el papel de némesis, parece tocar a su fin. Esto que, según los propios parámetros del debate público tal y como lo hemos conocido en las últimas décadas, debería ser una espléndida noticia, no parece serlo mucho. No ha habido muestras de júbilo de ningún tipo ante las subidas repentinas de aranceles. Y es que nadie podía prever que el neoliberalismo (entendido como una caída indiscriminada de las barreras al comercio intenacional a manos de multinacionales todopoderosas y un aumento exponencial de los flujos comerciales mundiales) iba a morir de manos del mismo sujeto que lo había promovido implacablemente: Estados Unidos.

El público empieza apenas a salir del choque emocional que supone ver a un personaje tan indiscutiblemente repugnante como Donald Trump convertirse en Presidente. Y esa repugnancia indisimulada y desafiante ha parecido funcionar hasta ahora como una cortina de humo que tapa el hecho geopolítico fundamental que marca su presidencia. Pecamos, como siempre, de valorar a los personajes políticos por su aura y su estilo más que por sus programas y sus hechos. Cierto es que Trump ha colocado a archimillonarios, como él mismo, en su gabinete, y que les ha bajado los impuestos, con la arrogancia que le caracteriza. Cierto es que su lenguaje y su actitud chulescos, viniendo de un país que suma por sí solo la mitad del gasto militar mundial y que es la principal fuente de guerra en el mundo, no pueden sino producir estupor en un siglo que comenzó con la presidencia de Bush segundo. Pero no nos asustemos. El belicismo de Bush respondía a una necesidad de recuperar por la violencia el terreno que EEUU no dejaba de perder como economía. Asustó a todo el planeta pero al final se quedó en dedicarse a invadir países débiles y fracasar estrepitósamente en imponer su orden en ellos, y mucho menos en la región. La contienda incontrolable en la que se ha convertido hoy Oriente próximo, con una multitud de potencias regionales enzarzadas y un vacío de poder que tuvo su mejor expresión en el Daesh, contrasta con el silencio sepulcral (en términos bélicos) de todos esos mismos países cuando EEUU invadió Afganistán e Irak.

Trump no podía significar, por lo tanto, un aumento de la agresividad real de un imperio que, simplemente, no se la puede permitir. Así que su “America First” no es un mensaje de hegemonía autárquica norteamericana sino, muy al contrario, de repliegue geopolítico. Estados Unidos asume que ya no da abasto (el continuismo de Obama y el programa belicista de Hillary Clinton para Siria se basaban en negar esa evidencia), que no puede controlar el planeta entero por mucho que su ejército sea sideralmente superior a cualquier otro. Ya antes del intento fallido de Bush hijo había señas de que EEUU se agotaba ante la globalización que ellos mismos habían decretado. El aumento de los intercambios comerciales mundiales que comenzó durante la crisis del petróleo de 1973 para acelerarse fulgurantemente a partir de los años 90 se acompañaba para EEUU de un déficit comercial cada vez más estructural, especialmente sangrante con Japón, Alemania y, hoy sobre todo, China, países cuyas economías se han convertido en auténticas máquinas de guerra exportadoras.

Parte de esta percepción belicista de Trump por parte de la opinión pública, sobre todo la europea, está en el propio término de “guerra comercial”, que expresa un belicismo engañoso, puesto que tal “guerra” tiene la particularidad de consistir en un enfriamiento -y no en un acaloramiento- de las relaciones económicas. La vocación -frustrada- de Trump de entenderse mejor con Rusia no es tampoco efecto de una eventual afinidad autoritaria de Trump con Putin, ni tampoco de la supuesta ayuda electoral rusa, sino ante todo el reconocimiento de que no se pueden tener tantos frentes abiertos y la determinación de concentrarse en la única potencia que puede competir con EEUU por la hegemonía global, es decir, China. La guerra comercial de Trump tiene aquí su aspecto fundamental: EEUU no puede mantener su nivel actual de importaciones chinas porque ello supone financiar indefinidamente a su enemigo estratégico.

Este giro de 180 grados por parte del mayor destino comercial del mundo (el consumo de EEUU supone el 18% de las importaciones globales, frente al 15% de toda la UE-28 en 2016) está marcando la agenda geopolítica global hasta unos límites todavía por descubrir. Y una muestra inequívoca del aturdimiento provocado por el volantazo la encontramos en una izquierda que hasta ayer mismo deploraba el neoliberalismo y que parece no encontrar ahora en el proteccionismo sino un enésimo motivo de desorientación. Sin embargo, el ambiente no es tan agrio como pueda parecerlo. La elección de Trump llega en un momento de auge de movimientos ultraderechistas, sobre todo en Europa, pero también en América Latina, sí. Pero no hay que olvidar que esos movimientos son, en el caso europeo, un efecto directo de la globalización. Por otro lado, aunque una economía esencialmente autosuficiente como la que existió en Europa en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial sea hoy día impracticable, no se puede obviar que esas décadas fueron para Europa occidental las de mayor crecimiento de su historia, no sólo en términos económicos, sino también sociales. Baste comparar el espíritu optimista de la estética de los años 60 con el de los 80.

El libre comercio internacional es beneficioso dentro de unos límites, y la histeria globalizadora que ha caracterizado la economía de los últimos 30 años ha ido mucho más allá de ellos. A partir de un umbral, delicado de situar, la globalización tiene el efecto perverso de disociar totalmente el proceso de producción de la riqueza del de su distribución. Cuando un país organiza su economía en base al comercio global, entra en una lógica de abaratar costes de producción -salarios en la mayoría de los casos- para competir mejor, y vender en otros lugares donde encuentre una demanda suficiente. Es fácil y tentador bajar salarios y reducir la cobertura social cuando la población afectada no es la que ha de comprar los productos. Claro que, si todos los países se orientan en esa lógica, no queda quien los compre, y se entra en una espiral negativa, de destrucción económica, como la revelada por la Gran Recesión. Y como la que hemos vivido en España desde los años 80, donde la industria nacional ha sido destruida y la tasa de empleo ha corrido cuesta abajo junto con la de natalidad, para pagar silenciosamente el precio de unas cifras económicas mínimamente sostenibles.

Otro efecto perverso de la globalización ha sido el deterioro de las democracias, la degradación de los llamados espacios deliberativos. Y no por la maldad de las pulsiones regresivas del ser humano, sino por el hecho, tan obvio como ninguneado, de que no puede haber democracia cuando las cuestiones que más afectan al futuro de todos no las deciden los gobiernos, sino fuerzas exteriores al marco nacional, ya sean “los mercados”, el Banco Central Europeo, las agencias de calificación, el FMI o, directamente, multinacionales y fondos buitre todopoderosos. El hecho de que en países como Francia la ultraderecha se apoye en un electorado predominantemente obrero -el más directamente perjudicado por el libre comercio indiscriminado-, que otrora votaba a partidos de izquierda, da mucho que pensar. 

Así pues, el panorama no es tan negro como se nos pinta, por poco que sepamos ver los caminos que se nos abren ante este frenazo al proceso globalizador. El repliegue de Estados Unidos deja inevitablemente un vacío de poder que puede perfectamente ser ocupado por políticas más centradas en las necesidades de la sociedad. La tarea no es fácil, dado que la izquierda -y sobre todo la española- es internacionalista por definición, pero si sabemos restituir a niveles razonables nuestra autoestima como pueblo, a través de una identidad española emancipadora, libre de residuos franquistas radiactivos, sin triunfalismo pero sin anorexia, hallaremos un camino prometedor para las reivindicaciones y luchas sociales. Vox y las otras derechas identitarias acechan para ocupar el espacio vacante. No será difícil impedírselo si nos implicamos, con confianza y esperanza, en exigir la sociedad que nos merecemos ser.