Escribo estas líneas justo después del tercer aniversario del confinamiento pandémico de marzo de 2020 y mientras lo hago albergo pocas dudas de que la efeméride nos está encontrando a todos intentando pasar página. Puede que sea lo único que nos tiene ya de acuerdo: que hay que empezar a pensar en la pandemia de COVID-19 como un mal recuerdo que al fin hemos conseguido digerir. En aquellos días me empeñé en llevar un diario: cuando hoy lo releo me parece que lo haya escrito otro, alguien que habitaba una ingeniosa spin-off surgida de algún inesperado giro de guion en su propia vida. Y aunque hay modos y modos de pasar página supongo que lo que todos desearíamos es devolver el tiempo pandémico al mismo rincón oscuro y mal ventilado de la memoria colectiva en el que teníamos arrumbada a la gripe de 1918.

Pero, una vez más, todos nuestros rigurosos ejercicios de predicción para el escenario pospandémico fallaron. No era para menos: sería muy partidario de darle un premio Nobel a cualquiera que hubiera podido vislumbrar al mismo tiempo una crisis inflacionista, una escalada bélica y otro derrumbe financiero. El siglo XXI no nos quiere acomodados en su zona de confort. Y si hemos de darle el au revoir definitivo al coronavirus no es menos cierto que será sólo para darle la bienvenida a una nueva y creciente incertidumbre. No me refiero a la más obvia, como que reste poco para desatar una tercera guerra mundial orquestada por un octogenario inseguro, un psicópata moribundo y un cómico mediocre por un quítame allá esa Ucrania. Me refiero a un patio más conocido. Si desempolvamos aquellas metáforas bélicas que tanto abundaron durante ese primer confinamiento (a lo mejor era una premonición) podríamos decir que le hemos ganado la guerra al virus, pero la victoria nos ha quedado un poco pírrica. Me temo que la sociedad que ha emergido del gran contagio es aún peor que la que entró, porque la pandemia ha afilado todas nuestras aristas y ahora cortan. Volviendo a las metáforas ajadas: si la sociedad española fuera un enfermo, aunque quisiera imaginarse como un organismo sano, seguiría requiriendo cuidados intensivos.

Porque esa sociedad española convive hoy con niveles de degradación de nuestra cohesión social difícilmente tolerables. La crisis que nos iba a hacer más fuertes no sólo nos encuentra más pobres (apenas un tercio de los españoles dice poder ahorrar algo en el supuesto “escenario de recuperación”, según el último índice de confianza del consumidor), también nos deja más pesimistas y desconfiados. Ha pasado muy desapercibido un estudio muy reciente de nuestro Centro de Investigaciones Sociológicas sobre los Derechos Humanos que nos retrata tal y como somos hoy día: ignorantes (al menos 18 de cada 100 españoles no saben o no quieren saber qué es eso de los “Derechos Humanos”), fatalistas (el 66% creemos que en el futuro las violaciones de estos derechos serán “bastantes o muy frecuentes”) pero también críticos (un tercio de la población no cree que se estén respetando en España). Abundando en el descrédito, el escenario pospandémico también nos sirve un perfecto prolegómeno de desafección institucional ideal para reeditar el fascismo; si nos molestamos en revisar este otro estudio de finales de 2022 que también nos facilita el CIS (son mi perdición, lo reconozco) comprobaremos que en un examen de confianza del 1 al 10 ni el gobierno, ni el parlamento ni los partidos políticos ni los sindicatos consiguen siquiera aprobar con un 5 raspado y son ya, más bien, sospechosos habituales.

Mientras tanto, para apuntalar la credibilidad de nuestra clase política, trabajan juntos y en armonía una Presidenta regional que pide “matar” a la oposición de izquierdas y es lo suficientemente descerebrada (o se siente lo suficientemente impune) para dejarlo por escrito, una Secretaria de Estado que se apena de que las madres de sus rivales de la ultraderecha no los abortaran y esos mismos señoros de las cavernas, que las califican de “locas en el Consejo de Ministros” mientras invocan una delirante moción de censura propulsada por el fondo de armario embalsamado de la intelligentsia comunista de nuestra transición. Ya se ve que vamos bien. Viéndolo así, igual no resulta tan sorprendente que la española sea también hoy una sociedad crecientemente narcotizada: según otra encuesta (La de Alcohol y Drogas que realiza el Ministerio de Sanidad) el consumo de hipnosedantes en nuestro entorno ha alcanzado un máximo histórico y ya es una cuarta parte de la población la que se aferra a su Diazepam con el mismo ansia con que se lanzan al flotador los niños que no saben nadar y están rodeados de aguas agitadas. ¿Y quién se atrevería a juzgarles? Yo querría también echarme un sueño y esperar a que el circo pase de largo, dejar atrás estos días sórdidos que creíamos iban a ser mejores. Yo también querría pasar página.