Dios puede esconderse entre los pucheros, escribió Santa Teresa antes que Spinoza. La poesía también puede manifestarse en los anuncios comerciales, aunque sus versos sean viles y oscuros. De hecho es poesía el lenguaje persuasivo que sugiere y oculta sus mensajes con el fin de obtener beneficio de nuestras más comunes e inconfesadas miserias.
Un anuncio del nuevo tabaco de la clase trabajadora, las apuestas, me seduce como el silbido de una serpiente. La casa Codere, con ese nombre más propio de una PYME provincial de transporte de mercancías que de una siniestra empresa de trileros cibernéticos, emitió un aparentemente jocoso consejo comercial. Comienzan mostrando a un cirujano solitario con un fondo verde y cara inexpresiva. Según proclaman, es estadísticamente inevitable fracturarse el menisco jugando amistosamente al fútbol después de los cuarenta. El veneno ya ha sido servido. A los cuarenta evolutivamente empieza la primera fase del envejecimiento. Nuestra especie está diseñada para llegar hasta esa edad sin fallos orgánicos relevantes, salvo trágicas excepciones. En otros tiempos un animal salvaje o una enfermedad infecciosa habría acabado con nuestras existencias antes de descubrir la que hoy es la segunda mitad de la vida. Con esta gráfica inventada identifican a su presa, varón de mediana edad. ¿Por qué?
A los cuarenta, lustro arriba, lustro abajo, hacemos balance de la vida, abandonamos el empecinamiento en definirnos como «jóvenes» y el mundo laboral se vuelve más inhóspito. Quien a esta edad no ha definido su profesión o se encuentra desempeñando un oficio mal remunerado, tiene difícil escapatoria. Si por un despiadado azar se queda sin empleo, muy difícilmente va a encontrar otro. Quien no se casó ni tuvo hijos, quizá ya no lo haga o no pueda hacerlo. Fin de partida, el resto de la vida es la curva descendente de la parábola.
Es ilustrativo el caso del fútbol, el deporte rey en España y el favorito de las clases humildes. Todos los niños sueñan con ser futbolistas de éxito (excepto quien estas letras escribe, soy uno de los tres o cuatro españoles que aborrece el fútbol desde la infancia) y posiblemente ese hombre de cuarenta que juega al fútbol con sus amigos y se rompió la rodilla lo soñó también. El anuncio le recuerda cruelmente no solo que ya no es joven, sino que sus ilusiones de éxito y prosperidad nunca se cumplirán. Y le deja entrever el motivo: es un sujeto mediocre y sin talento.
Ese hombre fue un chico de clase trabajadora, sin dramas, feliz, de colegio público, con una abuela que hacía las mejores croquetas del mundo, de los que fracasó en bachillerato porque, según cree, nunca se le dio bien estudiar, que recuerda su primer cigarrillo o su primer trabajo, que idolatra los simples consejos de su padre, los mismos de los que renegaba cuando era un adolescente, que sacó una formación profesional a destiempo después de deslomarse como albañil, luego jardinero y después comercial de suministros. El amigo más listo de la pandilla estudió ingeniería, se fue a Suiza y gana un fortunón. Otro es funcionario de la diputación provincial y mantiene un apodo estúpido de su etapa escolar. El amigo más basto abrió un bar que es sede y refugio del clan. Este hombre fracasó en sus relaciones de pareja y habla de «las mujeres» como si fueran una especie animal con un comportamiento que se resiste a ser predecible. Cree saber de fútbol, coches, seducción o bebidas alcohólicas, aunque solo es capaz de decir lugares comunes o medias verdades. De lo que verdaderamente sabe, maquetas de barcos de época, le da vergüenza hablar. Conserva algunos usos y valores de la llamada masculinidad patriarcal, esa centenaria subcultura que en ocasiones suele convertir a los grupos de hombres afines en vociferantes hordas de gilipollas que aúllan ruidosamente y sin letra el Seven Nation Army de The White Stripes. No tiene hijos, no está casado o quizá se separó, ha viajado poco y tardíamente, no habla inglés, tiene poco hábito lector y una cultura epidérmica que cubre con una filosofía moral de elaboración casera más solemne que profunda. Si no se hipotecó, vive de alquiler y tiene un coche de segunda mano. No es «ni de izquierdas ni de derechas» y desconfía de los políticos, más que nada, porque no tiene ni idea de política. Asume la igualdad entre hombres y mujeres más por bondad que por convicción. Se ríe con el humor simplote, se informa del mundo por las redes sociales y le gusta el cine donde los hombres son rudos, las mujeres guapas, los malos obvios y todo explota. España es lo peor o lo mejor para él según como se levante ese día, aunque no hay pueblo en todo el orbe como el suyo. Es, en resumidas cuentas, un entrañable fracasado. Este hombre no existe, pero se parece a tantos y tantos hombres que pueblan nuestras vidas y nuestras teleseries, supervivientes de la España democrática que nunca supieron que todo se creó para que ellos nunca triunfaran. Fue pronto convencido de ser un sujeto vulgar y estúpido que solo obtendría la gloria con astucia o por azar.
De este hombre que, en mayor o menor medida, somos todos los que hemos llegado a los cuarenta, se nutren los guiones de las comedias españolas y las arcas de Codere. La siguiente escena muestra a dos varones vestidos con un chándal de aire escolar. Podrían ser dos trabajadores en ERTE o dos parados. Tienen una edad indeterminada entre los treinta y los cuarenta y una barba escasa. A pesar de su aspecto claramente masculino, destilan fragilidad, ternura. Suena una música marcial, es una marcha de música clásica. De fondo está la barra de un bar y, aún más al fondo, el comedor oscuro y desolado de un indeterminado restaurante. No vemos el rostro del camarero, separado por una pantalla de plexiglás. Los colores del ambiente y de los atuendos son fríos y tristes, verde hospital, ocre, gris. Ambas figuran bailan solas, como los niños de menos de tres años, sin socializar. Están solos, ni siquiera pueden protegerse el uno al otro. El episodio de alegría envuelto en esa atmósfera invita a pensar que danzan sobre el abismo.
En otros anuncios de esta santa casa los hombres lloran o están enfadados, se justifica con humor y se escamotea el verdadero mensaje: tu vida es miserable y no va a cambiar, por eso sufres. Y así, sutilmente, están transformando las frustraciones sociales de una parte de la población masculina en ludopatía. Esos hombres que se esconden para bailar o llorar.
¡Magnífico!
Dos hombres bailan. Aguda reflexión, con calidad literaria.