Eso es un bar en España: un escenario para nuestros días hecho de elementos groseramente variopintos que no debería funcionar, pero que funciona. No es bonito, ni acogedor, pero resulta tan humano en su imperfección que puede alojar nuestras vidas y cualquier otra cosa. También un asesinato de película.

Tan gratos para conversar, cantaban a mediados de los 80 Gabinete Caligari justo en ese momento en el que empezaban a dejar de ser una de las bandas más interesantes del post-punk nacional para liderar su mutación en orgullo patrio (un poquito vergonzante) del rock torero. Pero no se les puede negar la sagacidad de haber recogido en su canción uno de los elementos más singulares de la sociabilidad española: la cultura de bar.

Hace sólo unos días nuestra Vicepresidenta volvía a encender las redes con su propuesta de regular los horarios nocturnos de la hostelería, algo que a muchos les ha parecido poner el dedazo en la llaga de la libertad más sagrada: esa que en este país da licencia para ir de bares a la hora que se quiera y que algunos enarbolan con la autoridad de una enmienda constitucional de las de Hollywood. Hoy, Martes Santo, escucho un informativo radiofónico en el que, mediante una conexión con las calles de Sevilla, donde las procesiones se han suspendido por incompatibilidad meteorológica, un hostelero afirma que la lluvia es la ruina del sector, una catástrofe: «esto es peor que un día cualquiera», apostilla. Supongo que habrá sitios donde se debata sobre fisión, novelas decimonónicas o hazañas bélicas. En España, para argumentar sobre cualquier cosa, tenemos los bares: de ellos partimos y a ellos llegamos con frecuencia, mientras hablamos de economía y de cualquier otra cosa. Muy probablemente acodados en alguna barra grasienta.

Como soy un hombre aferrado a un dato les cuento, desde ya, que esto no es opinable, sino un hecho fáctico de los buenos: liderábamos la estadística de bares por habitante a escala planetaria en 2020, justo antes de que echaran el cierre por la pandemia (qué ironía) y seguro que hoy ocupamos un puesto similar. Si hay que creer los números, nos sobran tantas plazas en los bares como nos faltan camas de hospital (creo que esto ya nos retrata un tanto). Recorrer una calle de cualquier ciudad española sin encontrarse a cada tanto con uno de ellos es virtualmente imposible y son muchos los pueblos de nuestra geografía que carecen de un médico, un banco y hasta cobertura para el móvil…pero no les falta un bar para ahogar las penas que produce la carencia de todo lo demás.

Que no es que no los haya en otros sitios. Pero nuestros bares, ya saben, son singulares por muchas otras razones: por sus fotos amarillentas de platos combinados colgando de sus ventanales, porque deben ser los más ruidosos del orbe y de los más mugrientos y tantas otras cosas muy de aquí. Por ejemplo ¿A quién se le ocurre contratar un desayuno en un hotel cuando puede conseguir una estupenda tostada a pocos metros en la calle? (prueben a hacerlo fuera del suelo patrio, verán que patinazo). Recuerden aquello, puede que una leyenda urbana, del artista escandinavo que en tiempos de los gloriosos fastos del 92 reprodujo un bar español colocando un suelo de metacrilato bajo el que había serrín, huesos de aceitunas, pieles de marisco y otros desperdicios porque, según él, “esto era lo que le había impresionado de los bares españoles”. Así nos ven. Lo que ellos no saben es que en el mundo civilizado no salen mucho mejor parados. Yo conozco el típico Kneipe berlinés, por ejemplo, y es un antro cavernoso lleno de señores orondos que beben solos o –peor aún- canturrean tonadas wagnerianas mientras se rebañan con la lengua la espuma de cerveza que les cuelga del bigote. Luego están los pubs ingleses, mucho más confortables pero, ay señores, la democracia más antigua del mundo todavía no ha descubierto cómo enfriar la cerveza y sus moquetas huelen a perro mojado. El diner americano es más resultón, pero sirve café recalentado y se come fatal y el bistro francés parece más civilizado, pero hay tan pocos… y así podríamos seguir en vano: no encontrarán un antro mejor adaptado evolutivamente a las miserias de la vida moderna que un bar a la española.

¿Y qué si en California cuando les da por el emprendimiento montan una start-up y aquí abrimos un figón? Puede que allá se hayan inventado lo de los business angels, pero aquí también está lo de pedirle a madre que nos haga las croquetas para surtir nuestro garito, que se venden mejor que las congeladas. Hay que liberarse de complejos. Vale que después de la pandemia hay quien se empeñó en propagar la idea de que lo del bar es un monocultivo peligroso, pero a Taiwán le fue de pena con lo del atasco de los microchips y nadie le dice que cambie de negocio, lo que se predica es que hay que fabricarlos también en otro sitio. Pues sigamos la misma lógica y exportemos nuestra cultura de barra, caña y pincho hasta el último rincón del mundo y que la musiquilla de las tragaperras y el grito de “bote” sea un universal cultural; y si alguna vez vuelve a suceder que en nuestro imperio no se pone el sol, que tanta luz nos sorprenda en una reunión de amigos picoteando algo en un triste Museo del Jamón en Tokyo, Kinsasa  o San Francisco.

Efectivamente, todo este texto no es más que una larga broma, muy probablemente escrita en la esquina de alguno de mis bares preferidos. Pero me gustaría que piensen seriamente en cuántos momentos memorables de nuestra alta cultura tienen este mismo escenario: porque eso es por algo. El cine me parece el más claro ejemplo de esta influencia: no es sólo que directores populares como Alex de la Iglesia hayan rodado una película que se llama justamente así, “El bar”, es que es casi imposible ver una película española donde no haya escenas centrales en la trama que transcurran en uno de ellos. Del café Gijón de “La Colmena” a los deliciosos diálogos en plena barra que mantienen Ricardo Darín y Javier Cámara en “Truman”, pasando por los ambientes de aquel tiempo onírico que fue la expo 92 que retrata Alberto Rodríguez a través de sus baretos de barrio llenos de maquinitas de Curro en “Grupo 7” para finalizar en pequeñas obras de arte como esa escena de “Magical Girl” (a la película de Carlos Vermut no le sobra un fotograma, ni siquiera el que tienen en la cabecera de este texto) en la que un José Sacristán que está haciendo la interpretación de su vida le descerraja un tiro entre ceja y ceja al tipo que tiene en frente envuelto en esa luz fría de la noche etílica, rodeado de un vacío atroz (apenas hay clientes) lleno solo por el ruido de la barra y una televisión que nadie está viendo. Eso es un bar en España: un escenario para nuestros días hecho de elementos groseramente variopintos que no debería funcionar, pero que funciona. No es bonito, ni acogedor, pero resulta tan humano en su imperfección que puede alojar nuestras vidas y cualquier otra cosa. También un asesinato de película.

En fin, que España es un país de bares y no sé si eso es algo bueno o malo, pero en cualquier caso lo tenía que compartir. Justo es, para seguir con la broma, reconocer también un último mérito a nuestros bares: el de habernos proporcionado, en su variedad, un argumento que todos los españoles podemos compartir. Más allá de las nacionalidades históricas, los privilegios forales y las excepciones culturales. Al fin un lugar común en el que todas y todos podemos encontrarnos y darnos un simbólico achuchón de reconocimiento. Y es el siguiente: No hay peor desayuno que el que le sirven a uno en un bar de Madrid. Allí, mejor contrátenlo en el hotel.