En una alegoría memorable, Ernest Gellner escribió que el mundo de Oskar Kokoschka había sido sustituido por el de Amedeo Modigliani debido a los efectos homogeneizadores de la modernidad industrial y el nacionalismo. Tal vez insinuaba deliberadamente el rumor de que el libro trataba en realidad de su infancia y de las consecuencias de la disolución de tres grandes imperios: el ruso, el otomano y, sobre todo, el de los Habsburgo, caricaturizado como Kakania (K. K. significa Kaiser und König ) por Robert Musil. Todos ellos se fragmentaron en estados-nación cuyos líderes pretendían hacer congruentes las fronteras culturales con las políticas, y Gellner eligió a dos artistas que florecieron precisamente en los años crepusculares de esos anquilosados imperios multinacionales. Un mundo de muchas pequeñas diferencias (las explosiones de color de Kokoschka) fue sustituido por un mundo de unas pocas grandes (las superficies tranquilas y monocromas de Modigliani).
Aquella alegoría, una elegante visualización de la teoría del nacionalismo de Gellner, parece hoy anticuada. Puede que fuera apropiada como metáfora del cambio decisivo hacia el Estado-nación tras décadas de fervor nacionalista, avivado y legitimado por la doctrina Wilson, pero fue superada por los desarrollos posteriores que ganaron ritmo tras la Segunda Guerra Mundial: migración, descolonización, diferenciación y fragmentación. Por eso, cuando Ulf Hannerz escribió, en una réplica a Gellner, sobre el retorno de Kokoschka, tenía en mente la nueva diversidad. Había habido homogeneización, pero la diversidad había vuelto, aunque con un nuevo aspecto. Se trataba de un tipo de diversidad que no sería engullida por la «alta cultura» de la metrópoli ni quedaría excluida de la plena participación en el Estado-nación moderno, como el «pueblo azul» descrito en Naciones y nacionalismo (1983) como inmune a la «entropía social» o a las fuerzas homogeneizadoras del nacionalismo. Más bien, la nueva diversidad descrita por Hannerz en Conexiones transnacionales (1996) consiste en personas que viven en un entorno cultural diverso y criollizado, sin fronteras claras, con un alto grado de movilidad y con identidades culturales frecuentemente mezcladas o negociables. Sin embargo, estas insisten en la igualdad social, política y económica al tiempo que reclaman el derecho a la diferencia cultural o el derecho a no ser culturalmente diferente o similar a nadie; están comprometidas con la modernidad pero considerándola compatible con la diversidad cultural. Como ha demostrado el crecimiento de las políticas identitarias desde la década de 1970, y como predice la teoría del nacionalismo de Gellner, equilibrar la igualdad de derechos con el derecho a la diferencia cultural no es sencillo.
La solución elegida por muchos ideólogos de la política de identidad es incoherente, pero eficaz: Han hecho hincapié en los marcadores de la diferencia cultural que son normativamente no problemáticos (la comida, la ropa, incluso la religión y a veces la lengua), mientras que infravaloran o simplemente ignoran aquellas expresiones de la diferencia que podrían constituir un obstáculo para la plena integración en una sociedad moderna, compleja e individualista (por ejemplo, la organización del parentesco, las prácticas matrimoniales, las relaciones de género, la crianza de los hijos). En otras palabras, la persona tiene que ser individualista para que una minoría cultural autoproclamada se integre con éxito en una sociedad urbana compleja a gran escala. La elección de llevar el hiyab en la cafetería de autoservicio de las identidades significa algo cualitativamente diferente a estar obligada a llevarlo por la presión de los padres, los hermanos, los maridos o Alá.
El tipo de diversidad que se expresa a través de «el retorno de Kokoschka», alabado por la UNESCO y glorificado en la cultura popular, es de un orden diferente al mundo abigarrado de muchas pequeñas diferencias que Gellner asocia con Agraria, en contraposición a Industria. Podríamos decirlo así: Si antes de la aparición de las fuerzas del nacionalismo (urbanización, industrialización, burocracias y educación primaria universal) hicieras un viaje de Bergen a Estocolmo, necesariamente viajarías despacio, lo que te permitiría notar que los habitantes de cada pueblecito, de cada valle, hablaban un dialecto distinto y desconfiaban de la gente del valle vecino. Sus mundos sociales y cognitivos eran pequeños, lo que hace pensar en el concepto de «idiotez rural» de Marx. Los dialectos regionales noruegos se convertían en suecos en la frontera. Ciertamente, en Estocolmo, la gente hablaba un rikssvensk, sueco estándar sin adulterar, mientras que en Bergen los ciudadanos hablaban un dano-noruego con una influencia perceptible del plattdeutsch debido a la conexión hanseática. Sin embargo, sería imposible trazar la línea exacta entre los dialectos regionales noruegos y suecos, ya que se fusionaron sin problemas. Doscientos años después, la variación dialectal a ambos lados de la frontera es mucho menos pronunciada, pero como compensación, ahora es fácil trazar la frontera entre las dos lenguas (en gran parte mutuamente inteligibles). Kokoschka había dado paso a Modigliani.
Sin embargo, hoy en día, una desconcertante diversidad de identidades, con sus «multietnolectos» asociados, pueblan las ciudades de la península escandinava. Parece que Kokoschka hubiera vuelto, pero con un nuevo aspecto. Como lamentaba irónicamente el antropólogo Clifford Geertz en su artículo «Anti Anti-relativism» de 1984: «La diferencia cultural permanecerá sin duda, los franceses nunca comerán mantequilla salada. Pero los viejos tiempos de quema de viudas y canibalismo nunca volverán». La nueva diversidad no se parece en nada a la antigua. Incluso puede decirse que es menos diversa, ya que se expresa a través del lenguaje del individualismo, la elección, la modernidad y el consumismo. Como dijo Gellner en una ocasión, la gente sigue hablando idiomas diferentes, pero dicen prácticamente lo mismo.
Es una cuestión complicada, por tanto, si Kokoschka ha regresado realmente debido a la nueva diversidad resultante de la diferenciación, la fragmentación y la migración. Hannerz es perfectamente consciente de este problema. Su extenso comentario sobre Gellner, en el que se refiere a la criollización como una fuerza importante de la dinámica cultural contemporánea, sugiere que la homogeneización de las identidades culturales no parece ser una condición previa para el nacionalismo. Su Suecia natal podría servir como un buen caso. El líder del partido Izquierda Socialista, que -en el momento de escribir este artículo- acaba de derrocar al gobierno socialdemócrata, se llama Nooshi Dadgostar. Sus orígenes rara vez se mencionan en el debate político sueco.
Me pregunto, sin embargo, si «el regreso de Kokoscha» es una descripción apropiada para la situación actual. La diversidad que alaban los comentaristas políticamente correctos y el mundo de las ONG transnacionales tiende a enmarcarse en los parámetros de la modernidad. La homogeneización cultural descrita por Gellner con referencia a las consecuencias de la Revolución Industrial continuó, pero las identidades de grupo no se fusionaron como resultado. Los «azules» siguieron describiéndose a sí mismos como «azules», incluso después de tener que asistir a clases nocturnas para aprender los rudimentos de la lengua azul y de elaborar tesis doctorales sobre la singularidad de la cultura azul.
¿Podría haber un tercer artista que permitiera una representación más precisa de las nuevas expresiones de la diversidad? En el mundo premoderno, la autoidentificación por medio de conceptos culturales era innecesaria: se daba por supuesta porque venía de sobra; en el mundo moderno temprano, mucha gente hizo lo posible por dejar atrás las formas rurales, pintorescas y vergonzosas de sus padres. Pero en el mundo actual, muchos hacen lo posible por recuperar la cultura que tenían sus abuelos sin saberlo, y que sus padres hicieron lo posible por olvidar. Lo hacen en distintos grados y de diferentes maneras, lo que ha llevado al científico social Steven Vertovec a acuñar el término superdiversidad para describir el mundo contemporáneo, postplural.
Me viene a la mente el arte de Victor Vasarely. Este artista franco-húngaro sobresale ciertamente en el color y la simetría, y fue influyente en la generación posterior a Kokoschka. Sin embargo, el arte geométrico de Vasarely tiene una frialdad que hace pensar en la ingeniería social, los programas informáticos y la inteligencia (o la estupidez) artificial en este momento. ¿Quizás los extravagantes cuadros de Paul Gauguin en el Caribe y la Polinesia, de una época ligeramente anterior, podrían captar algo de la complejidad de la época actual? Yo creo que no. Hay demasiado exotismo romántico y, en última instancia, esencialismo en su obra para que sea útil. ¿Y qué hay de Henri Rousseau como sucesor de la ráfaga de colores inconexos de Kokoschka y de los bordes patrullados de Modigliani? Los cuadros de Rousseau se caracterizan por un colorido vivo, una vegetación exuberante y la frecuente aparición de extraños animales que miran con curiosidad al espectador. A primera vista, estos animales parecen sorprendentemente diferentes de ti y de mí, pero a segunda vista, puedes mirarlos a los ojos, descubriendo con un ligero sobresalto que estás mirando una imagen especular de ti mismo. Esto es lo que caracteriza a la época actual, no la inconmensurabilidad del mundo premoderno, ni la homogeneización de la época de la construcción optimista de las naciones, sino una diversidad insistente y reflexiva que se mantiene unida por unos mismos sobreentendidos acerca de casi todo.
Sin embargo, a fin de cuentas, el arte voluptuoso de Rousseau resulta demasiado benigno y armonioso para captar las numerosas y confusas paradojas e incertidumbres que caracterizan la dinámica contemporánea de la cultura y la identidad. Manteniéndonos dentro del cronotopo del Imperio de los Habsburgo como punto de gravedad, me gustaría proponer a Vasili Kandinsky como digno sucesor del «derroche de color» de Kokoschka y de la calma controlada de Modigliani. Quizá especialmente en su «periodo del Jinete Azul» (1911-14), Kandinsky se situó a caballo entre lo representativo y lo no figurativo, esbozando tímidamente un mundo parcialmente amorfo en el que las fronteras nunca son absolutas, las ideologías oscilan entre el fundamentalismo y la ambivalencia, y en el que mantener la credibilidad de las identidades nacionales, que siempre fue un trabajo duro, se ha convertido en una formidable lucha cuesta arriba durante las casi cuatro décadas que han pasado desde la publicación de Naciones y Nacionalismo en 1983.
[Este artículo fue originalmente publicado en inglés para la revista digital británica 3:16am]Pincha ahí: https://www.3-16am.co.uk/
Acerca del autor
Thomas Hylland Eriksen es catedrático de antropología social en la Universidad de Oslo y miembro externo de la Sociedad Max Planck.
Sus libros son, entre otros:
Overheating. An Anthropology of Accelerated Change
Globalization: The Key Concepts
Engaging Anthropology. The case for a public presence.
The Mauritian Paradox: Fifty years of Development, Diversity and Democracy