Empleado del museo cambia el papel de la impresora

Viernes por la tarde. Deambulo por las galerías de arte contemporáneo del BAMPFA1. Me intereso someramente por las obras, levantando una ceja de vez en cuanto ante las colecciones. Lo más destacado de la muestra de hoy es una retrospectiva dedicada a Alison Knowles, la única mujer del movimiento Fluxus. Confieso mi impericia: aunque siempre me han fascinado los movimientos artísticos del siglo XX, no sabía nada de esta atrevida mezcla de poetas, músicos e intérpretes que se agruparon en torno a John Cage bajo el estandarte de un nombre excéntrico, que me recuerda al rótulo de una tienda de porquerías. Debo confundirlo con Fleux2: «Mobiliario, decoración y lifestyle», tienen la audacia de afirmar en su página web.

La tarde se alarga y yo divago, entre encantada y agobiada por esta exaltación de un pasado creativo y despreocupado que nunca conoceremos. Un pasado tan glamuroso que merece salas enteras, en las que se exponen cuadernos, sellos y —oh, qué bonito— hasta un pequeño kit de costura de la época. Dios, qué irritantes pueden llegar a ser los artistas.

Aun así, tras los pequeños objetos, admiro la infinita creatividad; la gramática de las baratijas que, por sí solas, permiten recomponer una época gloriosa en la que la gente se reunía con el único propósito de explorar la escritura automática y la sinfonía de los utensilios. También envidio, por supuesto, a esos artistas de pantalón recto y falda larga, escritores locos, pintores y poetas, que fueron capaces de renovar el fascinante legado conceptual del surrealismo y abrir una brecha en las posibilidades de su existencia. Anhelo sus retiros creativos de las torpezas de este mundo, la despreocupación de su estilo, su capacidad para garabatear mecánicamente en un trozo de papel lo que, décadas más tarde, sería expuesto en la sala principal del Museo de Arte de Berkeley.

En un rincón de la sala, un ruido mecánico atrae mi atención. Una impresora hace su monótono trabajo, tragando y escupiendo sin cesar un poema de Alison Knowles en papel verde con rayas blancas. Después de veinte minutos, la impresora se ahoga. Cric, cric. Silencio. Bip bip biiip. Se detiene y me estremezco: ¡Hay que salvar la obra de arte! Encima de ella, un cartel indica: «Please do not touch works of art». Sin embargo, alguien está ahí, toqueteándola sin reparos. Arrodillado frente a la bella, la toca, la apaga y la enciende. Ella se rebela, él la maltrata. ¡Eh, al violador!

Sonrío. La persona es un empleado del museo. Con su gorra de beisbol, recarga la bandeja de papel de la impresora. Capturada furtivamente por mi objetivo, esta escena no dejará de divertirme.

Me pregunto: ¿Quién es él? ¿Hay un encargado para cargar el papel? ¿Hay una persona, hábilmente escondida detrás de una pared, cuyo trabajo consiste vigilar a la impresora mientras tose y chisporrotea para indicar que no le queda nada por roer? Me imagino al encargado del papel apresurarse con aire altivo, blandiendo la socorrida resma para introducirla con mil consideraciones en las fauces abiertas de esta impresora/obra de arte, que, al fin y al cabo, eructa y se tira pedos como todo el mundo. Gracias a esta intervención divina, se libera la insoportable tensión dramática: en unos instantes, la máquina volverá a ponerse en marcha. El juicio estético está a salvo y olvidado queda el grosero objeto.

La presencia de este hombre a la vera de la impresora aniquila la cuarta pared. Revela la vulgar máquina tras la obra de arte. Manifiesta la esencia mecánica del artefacto que solo permitía adivinar su traqueteo regular. Cuando se produce el accidente, la impresora vuelve a ser una máquina que realiza su función, y exit el juicio estético. Sin embargo, la señal sigue ahí: Si este señor se toma la molestia de recargar la bandeja de papel, es porque la impresora sigue siendo obra a pesar de la interrupción del servicio. Entonces, ¿cuál es la esencia artística del objeto?

Por un lado, su presencia en este lugar es suficiente para investirlo de una dosis de respetabilidad: el museo santuariza al objeto a pesar de su trivialidad. Esta es la magia de las instituciones. Son capaces de transformar herramientas en reliquias artísticas gracias a su actividad administrativa. Pero esta magia solo dura un tiempo: a veces, esta romántica transubstanciación3 se rompe y alguien tiene que acudir a recargar la bandeja de papel.

Al ahogarse de esta manera, la impresora nos recuerda con orgullo que ha ascendido a un estatus que los pobres mortales nunca alcanzaremos. Al mismo tiempo, nos relega a función de técnicos, arrodillados, postrados ante la máquina que se ha vuelto indispensable para la supervivencia del arte y la cultura. Bajo su aparente sencillez, esta escena es en realidad un caso de estudio de la interacción burlesca entre lo humano y lo no humano galvanizada en el altar de la transmisión artística.

Esta reflexión me permite formular otra que me ha hecho dudar muchas veces. En San Francisco, más que en ningún otro lugar, me he confrontado a la proliferación de la máquina en el arte. Incluso a la expansión del arte por la máquina. En Villa Albertine4, he perdido la cuenta del número de residencias artísticas sobre el tema de la interacción entre el hombre y la tecnología, en las que los artistas utilizan las nuevas tecnologías de creación visual como la impresión 3D.

He conocido a muchos artistas visuales que diseñan grafismos a través de programas informáticos específicos, o que los codifican directamente mediante algoritmos de aprendizaje automático. En los clubes a los que he acudido, he constatado que los DJs no tienen reparos en utilizar Traktor, un software que analiza, suaviza y mastica su trabajo. Como resultado, estos DJs play & pause solo tienen que hacer retoques menores en los sonidos que ya han sido codificados por la máquina.

La tecnologización del arte presupone una tecnicidad real: requiere una destreza propia, un saber determinado, una transmisión activa del conocimiento. Por lo tanto, no hay pérdida de complejidad. De hecho, la tendencia es que el arte se vuelva más complejo a través de máquinas cada vez más sofisticadas. Sin embargo, la máquina simplifica los métodos, porque disuelve las asperezas propias de la realización concreta de la obra. Hay que saber reparar, corregir el código, descifrar los mensajes de error o… volver a poner papel en la impresora.

Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacer uno mismo el trabajo de la máquina? ¿Debe un DJ saber analizar los sonidos con su propio oído o limitarse a descifrar la información de una pantalla? Esta división del trabajo artístico cuestiona la legitimidad del aprendizaje clásico. ¿Hay que conocer la gramática del propio arte, la gramática de la máquina, o solo hay que tener los medios suficientes para asegurar las reparaciones necesarias?

Lo confieso sin miedo: en San Francisco, hay algo exasperante en la proliferación de DJs play & pause. Yo, músico clásico que ha sufrido los tormentos del solfeo y sigue apegada a la nobleza del vinilo, he sido constantemente acusada de cargar con mis tocadiscos cuando la máquina digital podría hacerlo mejor. Mi indignación ha dado lugar a innombrables conversaciones con mi amigo G. que no ha cesado de reprochar mi esnobismo.

Esnobismo quizás; miedo, sin duda. Si la tecnología es un aumento, también es un argumento de marketing y sobre todo imposición violenta al creador. En la música electrónica, por ejemplo, hay que aceptar la tecnología de buen grado o de mala gana para seguir el ritmo de la inmensa producción musical y escenográfica contemporánea. Delegar las propias habilidades musicales en la máquina es poner la propia creación al servicio del mercado del arte; es someter la creación al diktat de la eficacia, a menos que se encuentre un potencial estético en la máquina.

Ahora bien, creo, y quizás sea un poco reaccionaria en esto, que el arte es un ars, una habilidad, un conocimiento, un oficio. En este sentido, también es trabajo, y el trabajo es tripalium, es decir, sufrimiento. Está el miedo omnipresente al error, el ardor de volver a poner incansablemente la obra sobre el trabajo5, la rabia de superar los obstáculos uno a uno. Incluso creo que este tiempo y sufrimiento son absolutamente necesarios para la elaboración de un estilo propio. Al diablo con la eficiencia, pues si el error es humano, la perfección es maquinal y no somos (todavía) ciborgs, diga lo que diga Donna Haraway.

Pero volvamos a nuestra impresora. Su propia vulnerabilidad (el papel no se genera a sí mismo) hace que su reparador sea un eslabón indispensable en la larga cadena de transmisión artística. Esto permite una dosis de optimismo: la máquina depende irremediablemente de su reparador, y la obra de su espectador. Envidio al técnico con gorra de béisbol, porque quizá aquí se encuentra la verdadera nobleza: la de aprehender la obra simultáneamente como fruto de un juicio estético, de una institución y de un oficio, sea cual sea el grado de complejidad técnica del objeto.

Por mi parte, es gracias al accidente que he podido apreciar la compleja interacción entre el trabajo y la máquina. Ha sido esta circunstancia, este error, lo que ha permitido a mi juicio estético emanciparse de su ingenuidad inicial y apreciar la obra como lo que es: a la vez obra y máquina. Si esta escena, y tal vez este año que he pasado en Estados Unidos, me han enseñado algo, es que la belleza está en el error, y que el error nos distingue de la máquina. La perfección carece de interés y, si quieres, interpreta estas líneas como un alegato rabioso a favor de la mediocridad del ser humano.

Mientras tanto, artistas, no tengáis miedo, porque son los límites visibles de vuestro arte lo que da valor a vuestra obra.


[1] Museo de Arte de Berkeley y el Archivo de Cine del Pacífico, por sus siglas en inglés.

[2] Tienda de objetos de decoración situada en el corazón de París (N. del T.)

[3] Como Bruno Latour lo llama en La fabrique du droit (La Découverte, 2002).

[4] Villa Albertine es la marca que agrupa parte de los servicios culturales del gobierno francés en Estados Unidos con los cuales la redactora ha colaborado durante el verano de 2022 (N. del T.)

[5] Hecha tu obra tornarás a verla / diez veces al telar has de volverla. / Púlela sin cesar para que agrade, / las más veces le quita, alguna añade. (Boileau, 1669, Arte poética, Canto I). Es también la idea de Jacques Brel en esta célebre entrevista: https://www.youtube.com/watch?v=P5HHmBoWMxk