Viene hoy mi columna dictada por la actualidad más actual de nuestros debates públicos, donde como españoles sabemos escondernos como nunca. Pero no puedo evitar comenzar reparando en que, en verdad, he titulado mi columna como si fuera una película de Berlanga. Pero una de las buenas: con su tono picante, sus barbaridades, su procacidad meridional y mucha, pero mucha algarabía, tanta que se esparce a grito pelado por el aire y viene acompañada de coreografía de ventanas que parpadean sin complejos en la noche.

No voy a entrar al trapo de si es machista o no, porque no hay trapo alguno que acometer: llamar a las mujeres putas y conejas y manifestar ufanos (muy probablemente sobreestimando la capacidad propia para engatusar al sexo contrario) que acabarán todas siendo folladas es muy machista, muy asqueroso, muy grosero y muy prepotente. Lo que es más opinable es que hay un contexto para todo, también para esto. Y no me refiero al contexto inmediato, que ya se conoce: que si es una costumbre; que si no hay que interpretarlo literalmente; que si las chicas de enfrente no se sienten ofendidas. Yo creo que ese contexto no es anecdótico y debe ser atendido si queremos valorar de verdad qué es lo que pasó la noche del 2 de octubre de 2022 en el Colegio Mayor Elías Ahuja. Pero yo no quiero hablarles de ese contexto, sino de uno más grande que contextualiza más y mejor. Me voy a explicar, para no que no parezca que me dicta este texto el mismísimo Cantinflas.

Hay un gran marco para estas cosas que tiene que ver con nuestras vergüenzas, grandes y pequeñas, y en el que todo el mundo queda retratado. Da mucha risa el tono compungido de nuestros representantes que, vaya por Dios, acaban de descubrir que lo más selecto de nuestro estudiantado universitario (hay un matiz de clase aquí también, como en todo lo demás) participa en esos colegios mayores de una cultura del descerebramiento y la brutalidad. Pero esto es sólo el principio de la escenificación política y de la exhibición de los musculitos ideológicos, convenientemente cebados en nuestras cámaras de eco, esos gimnasios de la identidad donde nos pasamos el día mirando nuestro reflejo. Aparecen los eslóganes molones que se pueden viralizar –“los gritos son violaciones”–  y las denuncias porque entramos en el terreno de los delitos de odio y cada cual quiere quedar retratado ante los hechos y ante las cámaras de la tele, pero sin atender a los hechos sino a su conciencia. Cuando una bola así empieza a correr pasa como cuando se publica un libro polémico: que tiene voz hasta el más pintado, pero a la postre nadie ha hecho el esfuerzo de leerlo. Y las cosas que pasan son parte de un gran texto que hacemos entre todos y que también hay que molestarse en leer.

A mí me ha dado por detectar un tufillo descarado en tanta indignación por que esto suceda entre sujetos que, aparentemente, disfrutan de muchos privilegios, pero sobre todo de uno que ya no puede comprar ni Amancio Ortega: la juventud. Un adulto descerebrado nos parece una tragedia con la que hay que convivir, pero un joven descerebrado es una ofensa al orden público y un lamparón de los buenos en el historial del futuro y no, por ahí sí que no pasamos. Enseguida se nos pone un tono apolillado de maestrillo antiguo y nuestra conciencia humeante dispara una solución que siempre tiene algo de colonización moralizante de esa tribu insoportable que son nuestros descendientes: en este caso una dosis forte de educación afectivo-sexual; algo que parece funcionar respecto a la cultura de la violación como lo hace el crucifijo a un exorcismo y que probablemente entra tanto dentro del radar de intereses de la chavalada como entraban los diez mandamientos entre las necesidades de los indígenas aquellos que tuvieron la desdicha de toparse con Colón. Eso por no reparar en que nosotros sus mayores nunca recibimos dosis de tal medicina y ello no es óbice para que nos creamos así, tan dignos y ejemplares. Se nos olvidó que nosotros también pasamos por una (juventud). A lo mejor nos escondemos porque sabemos que no fue muy diferente de la que criticamos. Todos hemos crecido en un país machista y algo de ese país se nos ha quedado dentro, como un paisaje de interior feo y desabrido. Es posible que no seamos mucho mejores que esos jóvenes que creen estar participando en una broma cuyas verdaderas implicaciones probablemente desconocen.

Consideremos esto: empezado el siglo XXI y antes de que los gañanes del Elías Ahuja hubieran alcanzado siquiera la pubertad, cientos de mujeres ya habían sido acuchilladas, atropelladas, amartilladas, incendiadas y golpeadas hasta la muerte sin que haya habido ministra, ministro o ministre capaz de detener la sangría (algunos, más bien, parecen dispuestos a ensancharla por acción u omisión). Consideren esto también: en las últimas elecciones, más de tres millones y medio de españolas y españoles adultos (muchos de ellos muy adultos) han prestado su voto (y con él su legitimidad) a una formación política que niega la violencia de género y tiene en el machismo uno de sus principales referentes ideológicos. Y tan ricamente se asienta en nuestras cámaras soberanas. Y añadan algo más: sabemos positivamente que nuestra sociedad conspiranoica cobija toda clase de creencias retorcidas, entre ellas la de que en realidad las mujeres son una amenaza para los hombres, a los que asesinan con la complicidad de nuestro gobierno, que trabaja para ocultarnos esta realidad. Enredados en estos mimbres, es difícil urdir el cesto de nuestra indignación sin ponernos en evidencia. Me pregunto, en fin, si en verdad no moramos todos encerrados en un gran Colegio Mayor cuyos sólidos muros, a fuerza de convivir entre ellos, se nos han hecho invisibles.

Como no podía ser menos, creo que quien mejor ha resumido todo esto ha sido una mujer. Solo que no era una intelectual, ni una diputada, ni una víctima de nada, sino esa usuaria de Twitter que por unos instantes y hace unas semanas pasó por mi pantalla felicitándose aliviada de haber podido pasar por una juventud anónima en un tiempo en el que no existían los teléfonos móviles ni el escrutinio de las cámaras y las redes. Entendí que sus 280 caracteres nos ponían a todos frente a un espejo que no nos devolvía una imagen agradable. Pulsé el me gusta. Cómo no hacerlo.