El siniestro Solís (1913-1990), ministro franquista, solía ser denominado como la cara amable del régimen. Como me explicó mi profesor de historia contemporánea en la Facultad de Filosofía, no tenía este apodo nada que ver con su bondad ni con su moderación, ya que carecía de ambas, sino con la simple costumbre de sonreír, incluso para comunicar una pena de muerte. Poderoso instrumento, la sonrisa.

Sergei Paramónov (1961-1998) sería un ejemplo claro de esta potencia. Niño prodigio de la Unión Soviética, de orígenes humildes y dotado de talento musical, obtuvo fama en toda la confederación por su interpretación en 1972 para un programa de la televisión nacional de la canción de cumpleaños del cocodrilo Gena, inserta en una película animada infantil de la URSS. Su alegría, entusiasmo, capacidad interpretativa, delicadeza en aquel mundo plomizo y autoritario llenó de luz las almas desencantadas de la Rusia soviética. Hubo una inmensa ovación, se vio obligado a hacer un bis y un número musical coral e intrascendente supuso su apoteosis inmediata.

Disfrutó de las mieles del éxito y tuvo fama como cantante solista hasta que mudó la voz al alcanzar la pubertad. Siguió volando más bajo, estudió música y viajó dando conciertos. Con lo que no contó fue con la desintegración de la Unión Soviética, momento en que su decadencia se acentúa hasta caer casi en el olvido. En 1992 disuelve su primer matrimonio con la poetisa y letrista Olga Boborykina. En 1994 vuelve a contraer matrimonio con otra artista y tiene a su único descendiente, Alexander. En 1998, tras un largo periodo de alcoholismo y toxicomanías se suicida, arruinado. Poco después el ex-agente del KGB, taxista accidental y concejal en San Petersburgo Vladimir Putin llega al poder tras el convulso periodo de Boris Yeltsin.

En 1972 Putin era un brillante alumno de origen humilde egresado en la facultad de derecho de la Universidad de Leningrado, hoy San Petersburgo. Mientras Paramonov alcanzaba la gloria, el hoy presidente perpetuo de todas las Rusias quizá pergeñaba su futura tesis de grado sobre la política exterior de los EE.UU. en África, leída el año de la muerte de Franco, y soñaba con ser agente del KGB. Ambos y muchos más vieron como su mundo, su orgullo, su nación, el socialismo real se convertía en polvo. Putin estuvo como agente del temido servicio secreto soviético en la extinta RDA durante las revueltas del «Wir sind das Volk» que acabaron con el régimen y con el mismo estado de la República Democrática Alemana, irónico nombre. Un grupo de legítimamente airados alemanes se dirigieron a la sede del KGB en Dresde con ánimo de ajustar cuentas. Putin era uno de los pocos oficiales presentes en esa oficina. Se dirigió a Moscú telefónicamente y se encontró a un interlocutor que le comunicaba que no tenía órdenes de actuar. Aquel grupúsculo espontáneo de alemanes orientales osaba amenazar a la legación de la poderosa URSS. Ante esa masa enfurecida, el joven agente, pequeño y rudo, desenfundó su pistola y dicen que dijo algo así como: «Tengo seis balas, ¿entre ustedes hay siete valientes?»

El régimen soviético, qué duda cabe ya, fue una cárcel, una cámara de tortura, un imperio brutal, un fraude al socialismo y un monumento a la ineficacia económica. Lo que olvidan muchos es que también era parte de la identidad nacional de unos pueblos que querían libertad y prosperidad, pero no humillación ni nuevas formas de injusticia y miseria, con frecuencia a beneficio de los mismos esbirros del anterior régimen, pero con un nuevo marco y una nueva denominación. La Alemania oriental se planteó un nuevo estado independiente que abrazara la libertad y la justicia sin renunciar a lo poco o mucho que hubiera de bueno en su país. Pero del «Wir sind das Volk» («Somos el pueblo») se pasó pronto al olor del dinero de la RFA y de los cantos de sirena de Helmut Kohl al «Wir sind ein Volk» («Somos un pueblo»). Los «Ossies», cuyo sistema educativo inspiró el exitoso modelo finlandés actual, que pusieron a un cosmonauta en órbita y que tenían un excelente sistema de salud, de investigación científica, una industria propia y una cultura popular diferenciada, se vieron de pronto como extraños en su propia casa. Las gratuitas actitudes de desprecio del resto de la población alimentaron la supervivencia del partido responsable de la dictadura, el PSD, y no mucho después la eclosión de la extrema derecha, que triunfa incontestable en la zona con la marca AfD. Igual sucedió en el despreciado flanco oriental de la Unión Europea y en todo el antiguo bloque, donde los rubios pobres son casi tan repudiados como los morenos del Mediterráneo por la Europa rubia rica, Francia, Reino Unido, Alemania y sus sosos satélites. Toda la cultura y las señas de identidad de aquel cronotopo fueron barridas e ignoradas injustamente. Paramonov fue víctima de ese arrumbamiento. Las maravillosas películas animadas, la música popular, la televisión, el cine, los inventos, los juguetes, todo sus tesoros fueron desvalorizados y convertidos en trastos y papeles viejos. Paramonov pasó de estrella a artista indigente y optó por desaparecer trágica y prematuramente, como lo había hecho el mundo que lo vio nacer. Putin en cambio fue de los que buscó venganza, una venganza imposible de colmar porque se basa en una quimera: la enmienda del pasado.

Una democracia puramente nominal, sin libertades eficazmente ejercidas ni defendidas, combinada con un capitalismo salvaje y el menosprecio de Occidente, hizo añorar a aquellos pueblos los años duros pero seguros del partido único. La nostalgia es una peligrosa fantasía cuya traslación política produce desde hace doscientos años un tóxico irracional de probada letalidad: el nacionalismo. De ahí surge en todo el antiguo bloque una derecha ultraconservadora y fanática nutrida por el resentimiento, la escasa cultura democrática y la sensación de incomprensión. Ucrania, como el resto del antiguo bloque, no ha sido tampoco inmune a este veneno. Putin encontró en esa rabia colectiva la forma de alcanzar y perpetuarse en el poder. Él mismo vive atrapado en las lógicas violentas y patriarcales heredadas de la Unión Soviética. Él sigue viendo a ese padre otrora admirado que fue la URSS vilipendiado e indefenso, mientras sostiene su arma frente a la muchedumbre hostil. Nunca volvió a enfundar su arma.

De la original carga intelectual crítica del marxismo o de la solidaridad y fraternidad del socialismo no queda ni rastro en su sangre. «Hasta un pueblo de demonios querría vivir con normas», escribió Kant en «Para la paz perpetua». Putin disiente de Kant, nacido en un actual territorio ruso, Kaliningrado. Por fortuna para Kant, lleva tiempo muerto.

Ucrania ha sido arrasada por esta corriente de brutalidad política, carente de espíritu ilustrado y carcomida por la corrupción sistémica y el crimen. Una guerra estúpida, si es que existe alguna guerra sensata, promovida por un miedo secreto. Ese terror, como el que subyace en los maltratadores de mujeres, mueve al tirano: si esa patria descubre que hay algo mejor que lo que yo ofrezco, me abandonará. La reacción violenta es signo de debilidad. Los estándares de vida, de bienestar y libertad que ofrece la Unión Europea convierten en frustrante la vida en Rusia. Si Ucrania, el pueblo hermano y, según algunas mitologías, el origen de Rusia, mutara en una democracia liberal moderna y justa, con oportunidades, servicios públicos adecuados y redistribución de riqueza, ¿quién querría seguir alimentándose de orgullo, pudiendo hacerlo de verdadera comida? Putin y sus acólitos son el esposo maltratador por acomplejado y ruin. Una de las canciones de aquella «Disney» soviética, popular en todo el bloque y que cantó el mismo Paramonov, fue «El vagón azul». Una hermosa escena, pura poesía plástica, cierra la película animada protagonizada por el cocodrilo Gena. Sentado con sus amigos sobre un vagón de tren, un entrañable y pequeño animal imaginario, Cheburaska, y una señora anciana, toma su acordeón y entona esta melodía que invita a aceptar la vida con ilusión y olvidar los agravios para disfrutar de ella. «Todos debemos creer y esperar que lo mejor está por llegar, acelera, acelera». Ucrania comparte el mensaje de Gena y cree y lucha por ese futuro mejor de libertad y justicia, mientras otros sucumbieron al desánimo o la frustración los transformó en monstruos. El pobre Paramonov no tuvo fuerzas para seguir, Dios lo tenga en su gloria.

Sentados en ese vagón amarillo y azul le pedimos al maquinista que acelere, porque vendrá un futuro mejor que dejará atrás la cobardía y la miseria de los sátrapas y los fanáticos nacionalistas. Ucrania está en ese tren y pronto llegará a un destino mejor, de justicia, paz, fraternidad y libertad. Las vías, las averías, las paradas, los retrasos de ese vagón los descubriremos durante este duro viaje, pero seguro que nos llevará a un lugar mejor, lejos del primitivo zarismo resentido de quienes viven de espaldas a la historia. Volodímir Zelenski proclamó: «Cuando ustedes lleguen, encontrarán nuestras caras, no nuestras espaldas». El Jano eslavo bifronte, Ucrania mira hacia adelante mientras el régimen ruso, de tanto mirar al abismo, se ha quedado ciego.