Acabo de leer un libro de Etty Buzyn, psicoanalista francesa y escritora de varios libros, entre otros éste, titulado “Te quiero, así que no cederé”. En él expone el panorama de la paternidad del siglo XX y los entresijos de principios del XXI. Nos cuenta cómo en la Europa de principios y mediados de siglo XX el modelo era una paternidad patriarcal, frontal y opresiva, que dio como resultado los padres de los 60 y 70.  Tras la revolución feminista y la consiguiente incorporación de la mujer al mercado laboral cambiaron estos modelos de paternidad. Todo mezclado con mayo del 68, el rock and roll, los hippies y otras modas, nos encontramos con padres que, huyendo de esos modelos obsoletos, y muchos traumados por una educación castradora, quisieron cambiar y hacer de la paternidad una oda a la libertad y al bienestar. Sin embargo, la falta de modelos los llevó al laxismo, a una libertad descontrolada que dio como resultado hijos tiranos de los que se veían presos y con los que la convivencia era imposible. Así, Buzyn expone en el libro ejemplos de casos de padres desesperados. Padres que en la década de los 80 visitaban su consulta en busca de una experta que les ayudara a cambiar esta opresión que ahora se ejercía por la vía contraria, de los hijos a los padres. Para terminar, cuenta cómo esa situación no ha mejorado desde entonces y que a principios del siglo XXI se seguían escuchando las mismas historias en su consulta, sobre padres desbordados, faltos de tiempo por el trabajo en los dos casos, vidas profesionales ocupando el centro de intereses de los progenitores, absorbidos por sus hijos, incapaces de establecer una relación sana con estos, de establecer unos principios de autoridad sólidos. Buenos padres que no gritan ni castigan, que tratan a sus hijos sin agresividad ni fuerza, y encuentran en ellos todo lo contrario: rechazo, insultos y malos modos, situaciones de verdadera desesperación y desorientación. Niños con los que la paternidad se ha vuelto insegura. Pero ¿por qué?. En definitiva nos alerta de una falta total de autoridad, catastrófica en muchos casos para los niños e invivible en otros para los padres.

Bueno, todo esto no es nuevo, padres que pegan a profesores, que niegan la autoridad de los adultos circundantes, que se dejan pegar ellos mismos, que le dan todo lo que piden, que les dejan tratar mal a los abuelos, hablar mal, etc. Pero en realidad Buzyn no habla de estos simplemente, sino de aquellos padres que, partiendo de saber cómo y qué hay que hacer, son incapaces de hacerlo. Aunque no todos los padres son iguales, claro está, hemos visto un cambio de paradigma en la posición social que ocupa el niño en el seno familiar, pasando de ser un niño, sin opinión ni voto, a ser consultado hasta para cambiar el papel del váter.

Lo que a mí me da más miedo es precisamente el problema sin resolver de los límites y nuestro mundo actual. Desde mi punto de vista, hoy existen otros factores que modifican este escenario y que lo vuelven espeluznante. Esto es, para mí, la sobreinformación de los padres y, en segundo lugar, las pantallas.

Primero, el acceso a Internet libre y gratuito, verdadero placer y libre mercado del pensamiento, si bien ha venido para abrir puertas hasta ahora inaccesibles para la gran mayoría, también nos ha cogido desprevenidos o faltos de herramientas para manejarlo. Sin estar todavía entrenados, educados, para hacer frente a estas nuevas tecnologías (en la escuela no existe a día de hoy ninguna asignatura que eduque en el uso y manejo de las redes, por ejemplo), hoy, todos los padres que conozco, incluida yo, leemos sobre pedagogía y metodologías en blogs o grupos facebook, donde buscamos respuestas a nuestras múltiples preguntas. Una generación de padres, con estudios o sin ellos, que creen saber lo que hacen pero que en el fondo tienen acceso a una información que, en la mayoría de los casos, no saben interpretar, clasificar o juzgar, porque no han sido educados para ello. Así, la angustia sobreviene, las dudas, la imagen de un padre perfecto que no se alcanza nunca y que los panfletos, guías y libros explican y exponen. Recetas mágicas, cosas que podemos o no podemos hacer, decir o no decir. Sobreinformación contradictoria que cubre nuestros miedos pero que no hace sino perdernos aún más y alejarnos de nuestros instintos. Padres perdidos que se preguntan unos a otros o que simplemente cubren su falta de seguridad en sus hijos, en la vida, de diferentes maneras. 

Segundo, como dice esta autora, antes había una autoridad frontal y clara. Después, al menos como línea generalizadora de una época, un laxismo por miedo a hacer daño, con canguros y sobrecarga de actividades extraescolares. Y exceso de objetos, consumismo, para paliar nuestra culpa. Yo añado a esto que hoy, además, hemos añadido las pantallas. Las pantallas han venido a suplantar el rol de padre, los o las canguros y lo que haga falta. Hemos encontrado la panacea, la solución a todos nuestros problemas. Nunca más una comida interrumpida, unos chillidos en el avión o unas ganas de gritar después de cinco horas en coche. La destrucción de la confrontación a través de la desaparición del individuo, lo apagamos, lo ponemos frente a la pantalla y, catapunchimpún, el conflicto se ha acabado. No creo que esto sea porque seamos malos padres, dejados y a los que no nos importan nuestros hijos. Todo esto esconde nuestro profundo miedo a confrontarnos con nuestros hijos, con nosotros mismos,  véase con nuestros padres y sus modelos. Y nuestra eterna falta de tiempo. Todo esto esconde nuestra mísera situación social, económica y psicológica.

Decía Montesquieu que la libertad es el derecho de hacer lo que la ley te permite, pero ¿si no hay ley? ¿si no hay límites? Si los padres no sabemos implantar límites, todo se convierte en un caos y los niños tienen miedo. Miedo de no poder ser protegidos por alguien que demuestra saber el sentido de las cosas, que sabe más que ellos, aunque a veces no esté de acuerdo ni les dé la razón en todo. Y esto se puede hacer sin gritos y sin pegar, señores, seamos creativos. Los límites son encontronazos, y esto no puede significar que no los queramos sino todo lo contrario. El reto es abrir nuevos caminos de ejercer desde el respeto nuevas formas de implantar una estructura, un marco donde los niños puedan crecer creyendo en sus padres, base de todo bienestar mental. Ya tendrán tiempo para rebelarse en la adolescencia. Yo no estoy contra mi hijo cuando le pongo límites, estoy con él y para él. Por eso lo hago, aunque sea mucho más fácil ponerle una pantalla o distraerle y pasar del tema. Nuestro deber es tomarnos la molestia y el tiempo de educarlo. No tengamos miedo a los límites: tengamos miedo a las pantallas que invaden nuestra existencia. Limitemos estas pantallas. 

Como dice esta psicóloga, en la educación es necesaria la contradicción, porque sin ella no hay evolución, no se cuestiona nada y no se cambia. Es esta la que permite a los niños alejarse de los padres, convertirse en una persona diferente con su propio criterio y opinión abandonando la fusión con estos. 

La falta de modelos y la sobreinformación hacen que muchos padres estén más perdidos hoy que nunca. Al menos eso es lo que veo como madre y pedagoga. Los padres necesitamos confiar en nosotros, ser creativos, despojarnos de los miedos, tener más tiempo para nuestra prole, intentar abrir nuevas vías para implantar unos límites necesarios para la salud mental de todos. Esos nuevos caminos debemos reinventarlos nosotros mismos porque cada niño y cada adulto son un mundo, somos todos diferentes. Las pantallas no pueden ser el nuevo camino, no son humanas, no dan calor, ni amor, ni saben decirles si lo que hacen está bien o mal. Sólo nosotros podemos hacerlo. Save children, kill the pantalla.