Soy talludito y atesoro entre mis vivencias, ya no sabría si decir dichosas o desafortunadas, haber pasado por una Universidad de alma carpetovetónica completamente ajena a cualquier sensibilidad posmoderna en la que era posible –incluso probable- que un profesor un día nos explicara en un aula atestada que lo que asemejaba a las estadísticas oficiales con las minifaldas es que ambas mostraban una parte de la realidad, pero ocultaban otra igual de importante. La analogía del viejo profesor era tan grosera como eficaz y surtió su efecto en mi tierno cerebro de estudiante. Aún hoy, donde el resto de mis congéneres sólo siente la frialdad del recuento, yo veo una posibilidad de entendimiento que frisa el placer erótico.
La estadística no entiende de sentimentalismos y puede ser como un puñetazo de realidad. De hecho, no he podido evitar hacer mi propia consulta: mi nombre, otrora popular hoy apenas lo portan 500 recién nacidos en todo el país.
Todo esto para explicar por qué en el verano de 2022, mientras medio país asistía atónito a la lucha desesperada contra incendios de proporciones homéricas y la otra mitad se rascaba los bolsillos viendo impotente agigantarse la curva inflacionista, yo más bien me dedicaba a hurgar en la última estadística provista por nuestra oficina nacional a cuenta de los nombres de los recién nacidos, que cualquier españolito puede consultar en la web del INE. Mi sensibilidad torcida había detectado algo calladamente revolucionario en esa primera seña que papás y mamás (por favor, entiéndase que en combinatorias variables) escogen para su prole (algo que solemos hacer incluso antes de que haya venido al mundo) ¿Puede haber una prueba más palpable de lo que tiene de autoficción eso que llamamos identidad que el hecho de venir escogida por otros la seña que nos identifica para el resto de nuestra vida?
Hablando de autoficciones: cuanto más originales y especiales creemos ser, más fácilmente nos dejamos arrastrar por nuestro contexto. Puedo imaginar a esos progenitores a los que entusiasmó la idea de concebir una Lucía o un Mateo explicando que siempre quisieron llamar así a sus hijos, que lo han pensado y repensado y no se les ocurre una mención más propia y original para echar a andar la vida de sus retoños. La realidad es que se han limitado a apostar a un caballo ganador: son dos de los nombres más frecuentados entre los nacidos en 2021 y solo en este año vinieron al mundo 3270 nuevos Mateos y 3643 Lucías. Lo de los Mateos me obliga a considerar también otro must: el de la pujanza de los segundones biblícos, defenestrado definitivamente el Jesús, María y José del olimpo nominal. Entre los cincuenta nombres más frecuentes, siempre según el INE, hay al menos cinco de obvio tufillo litúrgico bien posicionados: el propio Mateo, pero también Lucas, Marcos, Pablo (ese del que leemos cartas impostando voces ñoñas en las bodas) y Samuel. Con la Iglesia hemos topado, pero -con el permiso de Sara- sólo en el caso de los chicos; quizás porque las segundonas del antiguo testamento son demasiado segundonas y están ahí para aderezar la historia de los santos varones y por ahí ya no pasamos (menos mal). Un ejemplo claro de gatopardismo identitario que sirve para ilustrar cómo lo religioso, por mucha secularización que le pongas, acaba siendo siempre ingrediente del sofrito.
Este ocaso tiene algo de fin de una cierta España y, les voy a confesar, me produce algo de nostalgia. Al fin y al cabo, hay belleza y cierta aura de destino trágico en llamarse Primitivo, Bautista, Justa o Ignacia y todo eso se perderá en el tiempo del cambio social. Intuyo que para siempre.
Como esto es sólo el principio, vamos a empezar contando el final: se nos está llenando el país de nombres nuevos en la misma proporción en que huimos de las viejas obligaciones. Se acabó lo de perpetuar a los antecesores o a los miembros desaparecidos prematuramente de la familia colocándoles su nombre a los recién nacidos. Ahora se trata de ser original (o eso nos creemos). Así es como están desapareciendo (puede que con alivio para muchas y muchos) las Tomasas y las Gregorias, los Urbanos y los Bonifacios, las Felisas y los Victorinos. Este ocaso tiene algo de fin de una cierta España y, les voy a confesar, me produce algo de nostalgia. Al fin y al cabo, hay belleza y cierta aura de destino trágico en llamarse Primitivo, Bautista, Justa o Ignacia y todo eso se perderá en el tiempo del cambio social. Intuyo que para siempre.
La estadística no entiende de sentimentalismos y puede ser como un puñetazo de realidad. De hecho, no he podido evitar hacer mi propia consulta: mi nombre, otrora popular hoy apenas lo portan 500 recién nacidos en todo el país. A cambio, las guarderías y las extraescolares se nos han llenado de otros que tienen como único denominador común que son más cortos y más variados. Bueno, eso y que son una apuesta por la renovación de la nomenclatura natal por la vía del préstamo: a veces de fuera, como Zoe, Enzo o Ian, y otras veces tirando de co-oficialidad, como en el caso de Nerea, Leyre o Íker. Se me ocurre, como hipótesis sociológica de baratillo, que preferimos nombres cortos para nuestra descendencia porque, dados los nuevos paradigmas de la crianza, que nos han convertido en helicópteros que sobrevuelan cada instante de la vida de nuestros hijos, sabemos que los pronunciamos con mucha más frecuencia de lo que lo hacían nuestros padres, que si nos nombraban era para mandarnos a dormir la siesta o abrirnos la puerta de la calle para perdernos de vista. Esto por no abundar en que tenemos hoy en liza nuevos nombres que parecen diseñados para despojar a la identidad de toda expectativa y que son una invitación a meter la pata: ¿Cómo ha dicho que se llama? Kai, Einar, Lyad. Pues vaya.
Me ha entrado vértigo al entrever la velocidad a la que todo cambia y he sentido súbitamente la necesidad de concluir este texto. Esto es más que una cuestión de nombres: nos estamos jugando la credibilidad del mañana. Pero antes, juguemos por un momento a ser perversos a la manera de Michel Houellebecq: prendamos un cigarrillo humeante que sostendremos con un gesto entre indolente y malévolo e imaginemos, solo por suponer, un futuro en el que los votantes de la próxima derecha cavernaria en lugar de llamarse Cayetana, Nicolás o Jacobo sean los Youssefs, los Neizans, las Amiras, las Fátimas.
No lo imagine. El futuro acaba de nacer.