De niño me parecían tristes los domingos. Quizá porque los viernes tienen aroma a sábado tanto como los domingos a lunes. Quizá porque nunca me gustaron ni el cine del oeste ni los oficios religiosos. El domingo era un limbo luminoso en el que eran felices esos padres que se deslomaban de lunes a sábado o que ya lo habían hecho antes de jubilarse. Los comercios cerraban, se celebraban comidas familiares y España dormía la siesta. «Siempre es domingo» cantaba Gelu ejecutando espeluznantes gorgoritos para aquel film homónimo de los sesenta sobre la boba prole de la alta burguesía franquista. «Nunca en domingo» se llamaba aquella perturbadora película en la que Melina Mercouri seducía a un pánfilo helenista estadounidense. Cantaba Melina la famosa «Los niños del Pireo», lamento por la pérdida de los muchachos jóvenes que debían exiliarse de Grecia en busca de oportunidades. Igual hoy que ayer.

El desempleo convierte todos los días en domingo. La pandemia sufrida por la humanidad entera recientemente sumergió a buena parte de la población mundial en un domingo interminable, lo que ha acarreado un sinnúmero de trastornos mentales. Quienes nos hallamos en situación de desempleo vivimos ese fenómeno en soledad. El mundo no se detiene, pero practica un juego del que no podemos formar parte. El tiempo se vuelve espacial, se transforma en un sucio almacén lleno de objetos inservibles. El tiempo se vuelve gelatinoso, se adhiere a la piel y convierte el más mínimo esfuerzo en un repulsivo avance a través de una masa viscosa que ofrece una extenuante resistencia. No es menos enajenante que el encierro vírico vivido la inmersión sine die en la brea del desempleo.

«Luz de domingo» se llamó la película de Garci inspirada en la novela de Pérez de Ayala sobre la felicidad de dos novios aplastada brutalmente por un cacique monstruoso en un poblacho asfixiante de aquella España del XIX. No hay venganza por las vejaciones, la pareja escapa a Nueva York y allá son felices, lo que deja un regusto a injusticia que empaña el complaciente final feliz. Cree el protagonista que el domingo el sol brilla solo para nuestro mundo y que su luz es diferente. La luz se aprecia en toda su diferencia de matices e intensidades cuando el tiempo se detiene.

«Los lunes al sol» de Fernando León de Aranoa, aquella magnífica elegía sobre unos entrañables obreros industriales que quedan en tierra de nadie anegados por un eterno periodo de desempleo, habla de ese domingo perpetuo que se diluye al ocupar todos los días de la semana y nos demuestra que el sol no está más cerca un día u otro, pero brilla con más nitidez para unos que para otros.

Millones de españoles sufrimos el infierno griego del domingo infinito, hermosas mañanas y más mañanas sin propósito, conjugando carencias y vergüenza bajo una luz insoportable. Decía Nietzsche que admiraba la seriedad de los niños jugando. Hace falta una fortaleza semejante para imponerse rutinas que no tienen sentido más que para uno mismo. Los espíritus débiles acaban viendo como fácilmente revientan los muros de arena de hábitos imposibles de mantener sin refuerzo del exterior. La escasez añade, según la gravedad de los casos, ansiedad, vergüenza, abatimiento, aislamiento social. Todo vale dinero en nuestro mundo capitalista, nada se obtiene sin intercambio de moneda y quien no lo tiene, no juega. Y quien no puede jugar, no vale. Quien no vale, no existe más que como electrodoméstico obsoleto y roto. El suicidio no sería más que una respuesta económica: desprenderse de un activo tóxico, que es el propio cuerpo.

A los desempleados nos arrastra ese magma de tiempo que lenta e inexorablemente, si no se detiene, arrasa la vida entera. Cuesta ignorarlo, como cuesta pensar cuando duele, porque el dolor nos ancla al presente, bien lo saben quienes torturan. Amistades y familia nos salvan de la inanición o del crimen. Sorprende lo poco que hace falta para caer y lo poco que puede protegerte en España la educación, la experiencia o la excelencia profesional. Sin contactos, sencillamente, todo eso es divisa sin valor. El discurrir del tiempo se vuelve informe, los días se inflaman y abomban, la noche quiebra sus cierres de jornada, el calendario se vuelve amorfo e irreconocible, una sensación de parsimonia inunda la propia existencia, que parece tener un devenir propio, desconectado del resto, como si por una suerte de singularidad, la física temporal fuera personal, fatídica y diferente.

La falta de recursos hace ver la ciudad como un gran casino en el que apenas tienes una ficha de cortesía. La falta de arraigo profesional, como advirtió Senet en su famoso ensayo «La corrosión del carácter», mina por dentro. ¿Quién soy, dónde estoy? ¿Puede decir el actor que es actor si hace tiempo que no actúa ni recibe nada por actuar?

En lo más hondo del socavón bracean los inmigrantes y los refugiados. Sin redes en un país de economía clientelar y con un estado del bienestar rígido y reducido a lo fundamental, son seres humanos a la deriva y talento desperdiciado en este país que tanto podría aprovecharlo. «Aquí la luz es distinta», me dijo un chico ucraniano hace años. Todos esos ucranianos salvados del infierno, aterrizados en nuestro país casi desnudos, dependientes de la caridad, con sus vidas personales y profesionales destruidas, deben de tener un momento cada mañana de extrañeza. «¿Dónde estoy?», puede que se pregunten al brillo de la primera luz del día. Hasta no sabemos cuándo, estás, estáis, estamos, estoy en domingo. Ese es el lugar.