The Lord of the Flies

Mi amigo Pepe, progresista convencido, profesor de literatura en secundaria, amigo de la universidad, culto, reflexivo, pero a pesar de todo, lleno de sencillez y sentido del humor, me preguntó una vez, más por compartir una perplejidad que por creer que poseo una bola de cristal, cuál era mi explicación al auge de la extrema derecha. Como me recordaba uno de mis profesores de antropología, nunca un fenómeno social complejo se debe a una sola causa. Hice un esfuerzo hermenéutico y le escribí algunos apuntes que, por supuesto, ni terminan de aclarar la cuestión ni indican solución alguna. Quizá, como en «El señor de las moscas» de Golding, la bestia habite en muchos de nosotros. Le dediqué la siguiente misiva, que comparto públicamente.

«Dicho esto, entro en la cuestión que a tantos europeos sorprende y disgusta y que a mí solo me disgusta. Publiqué un vídeo en mi muro en el que un repugnante señor británico insulta a una anciana negra que por su artrosis tardaba en sentarse. No contento con su exabrupto, convierte la grosería en delito y logra que la indigna Ryanair recoloque a la señora en otro asiento porque al gorrino inglés no le gustan las señoras oscuras de origen. La compañía, con los principios morales del Marqués de Sade, acomodó a la señora donde los anglosajones han colocado siempre a las variantes humanas más tostadas, al fondo, donde su fenotipo y marcas dialectales no causen arcadas. En la prensa conservadora leo comentarios de sujetos con nombres curiosos y prosa florida quejándose de la noticia. ¿De qué? De que ellos o su difuso grupo también son víctimas y nadie los quiere. En un mundo sin héroes todos quieren ser mártires. Yo publiqué el vídeo junto al texto: «Europa recupera algunas de sus más nobles costumbres» y un agudo amigo mío escribió «Neoclasicismo». Europa no solo regresa cíclicamente a los cánones clásicos (ya nunca jamás, parece que los profesores de arte no lo quieren asumir), también a su constitutivo más fundamental, el odio y el miedo al otro y el patológico narcisismo de considerarse los únicos portadores de la esencia humana. Una civilización que ha trascendido sus fronteras y arrasado a buena parte de la Humanidad en todo el orbe en los últimos 500 años.

En los descansos aparecían Bach, Aristóteles, Goya o Tomás Moro y esto es lo que hemos querido recordar como elemento fundamental de nuestra civilización, los accidentes felices y las flores entre el estiércol. Y hubo muchas, porque hubo mucho estiércol. Es curioso que lo que popularmente se conoce como «tortura medieval» sea casi todo de la Edad Moderna (sin reloj no hay tortura), es decir, que mientras el humanismo concebía la modernidad científica y empezaba a hablar de la dignidad humana, se refinaba el arte del tormento hasta extremos aberrantes. Mi vecino Vlad Tepes tenía por costumbre empalar pueblos enteros (con niños, ancianos y discapacitados) y conformar bosques humanos de cadáveres. Mehmet II regresó con vómitos compulsivos a Constaninopla. Los nazis, epítome del mal, solo tenían un defecto: nacieron pasados de moda y con exceso de eficacia tecnológica. Todas sus ideas proceden del siglo XIX o son incluso anteriores y reinaban en toda Europa. La misma idea de raza aplicada al ser humano (acientífica) e higiene racial (acientífica y siniestra) nace con la propia biología, con Linnæus.

Es verdad que los capitalistas salvajes, los fanáticos religiosos y los fascistas nunca se fueron, pero exceptuando Estados Unidos y su corrompido moralmente Partido Republicano, nunca han sido parte del discurso dominante en la Europa civilizada, se guardaban las formas. ¿Qué ha pasado?

Hay una angustia identitaria que la posmodernidad y el neoliberalismo han traído a nuestras almas. Con esa mezcla de indeterminación y malestar nuestras sociedades y sus miembros más débiles se sienten desamparados. Sin comunismo, ni religión, ni fábricas, ni empleo… ¿Qué queda? Volver a todo eso que ha saltado por los aires y que representaba la certidumbre. Muchos son los damnificados por el nuevo orden mundial en el primer mundo. Mientras tanto, la izquierda, mezcla del socialismo en sus muchas vertientes y del liberalismo progresista (recordemos que el socialismo hasta los años sesenta no era «progre») va abandonando su vertiente de defensor de los desposeídos para centrarse en las minorías, su sustrato liberal, ya que defender a los desposeídos ya no es posible económicamente. Los varones blancos heterosexuales pobres (y simples) se convierten de pronto en los nuevos hidalgos del mundo posmoderno. No son minoría para tener a la izquierda de tribuno de la plebe, pero tampoco son tan adinerados como para no necesitarla. Se produce una reacción natural en los niños y, por tanto, trasladable a los adultos infantiles: los celos. Los vecinos y cuñados ultraderechistas suelen dejar caer, desde mucho antes de que estuviera de moda, el origen de su diatribas contra todos cuando recuerdan que nadie piensa en ellos y que solo ellos trabajan y pagan impuestos.

Con ese entusiasmo cínico del nuevo capitalismo, nuestros nuevos amos proclaman, como en la película They Shoot Horses, Don’t They?, que la vida espantosa que nos han generado es la vida misma y que esa competición permanente y sin descanso para sobrevivir es su esencia. En el colmo de la monstruosidad alienante, se exige a quienes aspiren a sobrevivir que se muestren felices y abracen esta nueva esclavitud con alegría y fe. Una cosa es lo que decimos en las entrevistas de trabajo y otra lo que pensamos de noche cuando no podemos dormir. El hidalgo actual ni siquiera puede añorar públicamente los viejos buenos tiempos porque eso es signo de falta de iniciativa y de talento. Y merece represalia, porque la base de esta esclavitud es que no lo parezca ni que se vislumbre alternativa posible. Por eso hoy cobra fuerza de nuevo el pensamiento estoico. Solo queda asumir el mundo para ser feliz. Algunos optan por rebelarse contra él cayendo en el terrorismo o la delincuencia. De eso habla «Breaking bad».

El hidalgo envidioso sufre igualmente cuando ve otra parcela de poder y satisfacción perdida: el patriarcado. La hombría de bien, valor tan hueco y apestoso hoy como podría serlo la honra del XVII, queda en entredicho cuando la mujer apetecida no puede ser conquistada por un hombre torpe y básico con la sola muestra de su esencia viril. Además, el sujeto observado (y sometido), la mujer, hoy quiere dejar de ser observada u observar y aplicar los mismos filtros corporales que sufre desde que existe el arte y la poesía, monumentos históricos al acoso sexual bajo el marbete de «amor». Asimismo, hay hombres y mujeres (siempre los hubo) que disfrutan de la compañía de personas de su mismo sexo y quieren vivirlo sin que sea un oprobio o una heterodoxia, lo que implica para la sociedad que acoge sus demandas cambiar y a veces incluso perder en parte ritos, mitos y toda una simbología arraigada en torno al amor y el deseo, con sus mentiras, máscaras y relaciones de poder.

Los acólitos de las «religiones nacionales», que rara vez en nuestra Europa son parte integrante del estado, ven como flaquea su influencia ante la imparable secularización de las sociedades actuales y la apertura del supermercado de las creencias. Otra zozobra para el hidalgo envidioso que pudiera verse tentado a escudarse en la religión para defender aquellos valores que le permitieran conservar identidad o poder. Su último resquicio de identidad, la nacional, se resquebraja con las migraciones, la multiculturalidad, la globalización y el colapso del estado-nación decimonónico, cada vez menos soberano ante el capitalismo financiero. Con la pérdida de estas entidades, cuesta sostener valores dialécticos como el militarismo (nación y masculinidad) o el tradicionalismo religioso (nación y religión), entre otros muchos. De ese mundo perdido hablaba «Mad Men».

Y una apostilla de autocrítica, la histeria identitaria ha llegado también a la izquierda. El profesor Ovejero la define como «izquierda reaccionaria», pues renuncia a la igualdad y los desequilibrios de poder entre clases para centrarse en la identidad. Ese engendro intelectual importado de Estados Unidos (donde, recordemos, jamás hubo socialdemocracia propiamente dicha) llama «interseccionalidad», concepto escolástico acuñado en los noventa por la jurista Kimberlé Williams Crenshaw, intelectual que jamás salió de su pueblo, al menos mentalmente, y que eleva a lo universal categorías sociales que poco sentido tienen fuera del muy racista Estados Unidos. La raza (absurdo concepto acientífico herencia del colonialismo, por eso cierta izquierda, para no renunciar a él, habla de «racializados»), el ǵénero, la orientación sexual… La defensa y promoción de estos grupos que, no lo neguemos, han sufrido y sufren abusos y discriminaciones, ha llevado a un callejón sin salida a la izquierda occidental: ha pasado de ser una de las banderas de la izquierda la promoción e integración de cualquier ciudadano al margen de sus circunstancias u orígenes a constituir comunidades enfrentadas y en agravio permanente con quienes no tienen ningún elemento socialmente diferenciado, que son asimilados como «opresores». La moral ya no depende lo que uno hace, sino de lo que uno es. Por el camino se dejaron a las masas de trabajadores pobres que, ni entendieron los cambios culturales, como ya he señalado, ni tienen ya quien les defienda. La ultraderecha en Francia y en Polonia los recogió en su seno. Con no menos habilidad, el nacionalismo reaccionario catalán ha captado a buena parte de esos desnortados. Quizá aquel cretino inglés que maltrató a esa pobre anciana es producto también de una izquierda más centrada en los colores que en los dineros, como la fatua experiencia de Tony Blair en los noventa, que lo dejó todo como estaba con Thatcher.

«Todo lo que era sólido», tituló su ensayo sobre la crisis económica en España Muñoz Molina con buena prosa y prácticamente ninguna idea original (a mí no me sorprendió, solo hacíamos apartamentos y los albañiles cobraban más que los trabajadores cualificados; el infantilismo y analfabetismo económico y político de buena parte de nuestros compatriotas que creían que ganar el Mundial de fútbol nos sacaría de la recesión es digno de una sonora bofetada colectiva), supongo que inspirado en el concepto de Bauman de «sociedad líquida». A falta de solidez en el mundo del trabajo, que vuelvan los símbolos de la certidumbre y lo imperecedero, ya que no podemos tener el objeto que lo permite: ingresos regulares suficientes de fuentes estables. Empleo de verdad, ni más ni menos.

Internet, esta cosa que ahora nos une, ha permitido peculiares tipos de asociación. Antes de que empresas y estados nos vigilaran de una forma que ni Orwell pudo imaginar, Internet accidentalmente voló libre un breve tiempo y permitió que mucha gente, que era rara y así se sintió siempre, encontrara a sus pares. El lado oscuro de esta fiesta de la libertad humana (aparte de la comisión de delitos), fueron los clubes de odio. Facebook, Twitter y demás jaulas sin barrotes se han encargado de aniquilar esa libertad y convertir esas afinidades en nuestra propia perdición. Ya no son páginas independientes y solitarias, son un circuito perfecto por donde circulan (circulamos) todos sabiamente manipulados tras haber revelado nuestras más profundas debilidades y frustraciones a empresas sin escrúpulos que transmiten esa información a los agentes del poder. ¿Recuerdas a Greimas? Luego dicen que el estudio de la literatura no vale para nada. Basta con establecer una isotopía semántica que vertebre todos los odios intestinos para obtener un reclamo que mueva a miles de personas hacia un mismo objetivo. El sema «progresista» (o «liberal» en Estados Unidos, donde siguen huérfanos de socialismo) agrupa en su rencor a fanáticos religiosos, militaristas, racistas, sexistas, homófobos y gente diversa que, si se conociera o pensara más complejamente, se odiaría tanto o más de lo que odian a los «progresistas». Pero nunca van a conocerse, solo ven las sombras de la caverna cibernética, nunca habrá encuentro entre el neoliberal sádico y el cristiano ultraortodoxo, no confrontarán quien celebra orgías y pide la privatización del mar con quien es sexualmente un talibán y cree en la caridad y la misericordia, cada uno imagina que el otro es igual a sí y completamente opuesto al adversario imaginado. En el genial duelo de caballeros locos en el Quijote ya se retrata este absurdo de dos sujetos discutiendo sin escucharse y peleados por las virtudes de dos personas que no existen. De esto habla también «The Black Mirror».

Hago un último apunte, derivado del anterior, para explicar esta conversión colectiva al satanismo. Por un lado, la conciencia (falsa) de poder elegir y por otro el hartazgo ante una democracia que siempre producía los mismos resultados, un poquito hacia un lado o un poquito menos hacia el otro, con una élites siempre a resguardo. Cínicamente se podía aceptar durante los periodos de prosperidad, pero resultaba insoportable cuando la miseria anegaba sociedades enteras. «¿Votar al tercer candidato? Adelante, desperdicie su voto, el sistema es bipartidista», se reían los extraterrestres que habían suplantado a los dos principales candidatos a la elecciones en el Estados Unidos de «Los Simpson», uno de los mejores tratados de teoría política que se ha producido nunca en forma de animación. Los ciudadanos conectados permanentemente descubrieron que podían provocar cataclismos en cuestión de minutos sin apenas coordinarse como en aquellos tiempos de lo analógico, con sus pasquines, sus cartas de protesta, sus manifestaciones, su intemperie. Todo eso es el pasado. Hoy, parece, basta un cambio de pantalla para hundir a un artista o remediar una injusticia trivial. Ese mecanismo entró en política y los extraterrestres empezaron a perder las elecciones.

Posiblemente hay más factores, como el éxito económico de regímenes autoritarios como China y las victorias pírricas culturales (con las que cubren sus fracasos económicos y sociales, así como sus intereses más viles) de conservadores despóticos como Orban, Putin, Erdogan o Hugo Chávez (sí, escribí Hugo Chávez), el regreso de las ambiciones imperiales de la intratable y acomplejada Rusia o la muerte de las ideologías (no solo del socialismo) en un mundo de capitalismo financiero, progreso técnico y comunicación instantánea donde nada funciona como explicaron Adam Smith, David Ricardo o Karl Marx. El mundo contemporáneo y sus instituciones (capitalismo, socialismo, países desarrollados, estado del bienestar, estado-nación, sindicato, iglesia, escuela, universidad, prensa escrita…) es un cadáver, pero no hay otro de momento, así que vivimos como Norman Bates con esa madre muerta, inventándonos sus mensajes. Eso solo puede conducirnos a la desesperación y a la locura y en esas estamos. Lamento decir que vuelve otro romanticismo y, frente a lo que muchos creen, yo sé que tú sabes que esto representa una amenaza para nuestra civilización, tanto como el cambio climático, verdadera catástrofe material que la ultraderecha y los regímenes autoritarios, tan prolijos en miedos de fantasía, ni advierten, ni comprenden ni les aterra. El mundo, creo, saldrá adelante, pero a nosotros nos va a tocar vivir la etapa oscura y muy, posiblemente, Pepe, eso es lo último que veremos. De eso habla «The Walking Dead».

No creo que mis palabras te revelen nada que no sepas.»