No sé desde hace cuánto tiempo pero ciertamente mucho, es un mantra en la izquierda española eso de que nunca pasa nada. Es muy curioso porque, aunque exista también en otros países, en ninguno se da con tanta insistencia como en España. Cualquier conversación políticamente indignada termina pronto por llegar ahí, sobre todo cuando hay que largarse, porque le esperan a uno a comer o porque entra al turno de tarde. Y pelillos a la mar.

Debe de ser que cumple varios propósitos, de confort, de desahogo. Un primer sentido de la frase es que aquí no se mueve nadie. Es decir, que la gente no se moviliza nunca por nada, que esto es un desierto de conformismo de cigarra. Otro sentido, nunca del todo ausente, es que, incluso movilizándose, nunca se consigue nada. Moralmente, es un negocio redondo: ¿qué manera más cómoda hay de no moverse, que convencerse de que nadie hace nada? ¿qué manera más cómoda hay de no moverse, que convencerse de que no sirve de nada? Y así le basta a uno con su indignación verbal para verse en la vanguardia del ausente cambio social. En el país de los ciegos…

En todo caso, las protestas contra la puesta en prisión de Pablo Hasél no están siendo tan infructuosas como a algunos les reconforta (en el fondo) pensar. Dejemos de lado sus raps más indeseables, como aquel en que incita a matar a Patxi López (claro, ser lehendakari apellidándose López y sin ser del PNV es toda una provocación…). Ya sabemos que, por más que nos choque, el motivo del encarcelamiento son meras injurias al rey emirato.

Ya no se teme que la monarquía esté en peligro, sino que ponga en peligro al conjunto del establishment político español.

Poco importa que las manifestaciones en apoyo del rapero – que el New York Times calificaba hace unos días de «mayormente pacíficas»[1], a pesar algunos excesos antipoliciales – no hayan sido en absoluto masivas: El hecho es que no se han limitado a Barcelona sino que han aparecido también en Madrid, Valencia, Granada, Valladolid y otras ciudades donde tiene poca cabida el cansino secesionismo, lo que parece haber hecho saltar algunas alarmas. Esto es algo que debería hacer pensar a algunos incondicionales de la pancarta en Cataluña sobre el poder movilizador que tendrían si se dirigieran más a menudo al conjunto de los españoles en vez de distraerse con eso de hacer un país con cuatro provincias.

Y bien sí, se ha notado, las altas esferas tosen, y tosen sobre los Borbones. El País dedicaba el pasado 27 de febrero un editorial extremamente duro (para ser El País) con Juan Carlos I, calificando su conducta de «más que incívica», de «oprobio (…) que empaña también a todo un sistema político en cuya Constitución solo figura un nombre propio: el de Juan Carlos I de Borbón», llamando a «despejar cualquier sospecha de que el rey emérito goza de un trato de favor» y concluyendo que «el sistema democrático español, que falló en prevenir conductas reprobables, debe demostrar ahora su vigor en el control posterior». El editorial del día siguiente, titulado «Con los jóvenes», llamaba a «centrarse en la endémica injusticia social juvenil».

La hipersensibilidad de la Casa Real a cualquier asunto que toque a su imagen – un rey que abdica, no lo olvidemos, por una foto de cacería de elefantes – ha subido de nivel: Ya no se teme que la monarquía esté en peligro, sino que ponga en peligro al conjunto del establishment político español. Los Borbones pasan de tener un problema, a serlo. Y no sólo para el establishment, sino para todos los españoles. Un artículo de Las Repúblicas[2] cuenta cómo la prensa alemana conservadora «despedaza y humilla a la monarquía española». Algunos se alegrarán, pero la verdad es que hay poco motivo de entusiasmo cuando el país que tiene a la economía española avasallada y que machacó a Grecia sin piedad ante la mirada de medio mundo, nos mete el dedo en el ojo por culpa de este reyezuelo infame. Algunos, como Carlos Elordi[3], ya se preguntan cuánto tiempo va a aguantar Felipe VI.

En todo caso, viendo la Historia de los dos últimos siglos en España, queda claro que el horizonte se está abriendo. Esa Historia nos dice que la Tercera República llegará más pronto que tarde. Y hasta ahí, muy bien. El problema es que, con la misma frialdad de análisis, también hemos de deducir que durará poco y que acabará muy mal.

Ya se me entiende. La Segunda acabó en una guerra civil seguida de un genocidio a manos de una horda de sanguinarios, oligarcas y potencias extranjeras empeñados en meter en el siglo XVIII a una sociedad que entraba de lleno en el siglo XX. No nos metamos hoy en esa historia, tan manida como aún no resuelta. Pero, ya que esa triste historia guarda tantas semejanzas con la de un siglo antes, con la de los cien mil hijos de su madre en 1823, tiremos porque nos toca y vayámonos a finales del siglo XIX, a ver cómo fue la Primera.

Recapitulemos, huída Isabel II (tradición familiar), pensaron en traer a un rey nuevo, de otro país. Idea del general Prim, por lo visto. El pobre Amadeo de Saboya se iría despavorido tras incontables quebraderos de cabeza y un atentado. La República llegó como la única opción, aunque bien despertó entusiasmo. Por ejemplo, el periódico La Campana de Grácia llamaba a erigir definitivament en Espanya lo temple del dret, de la justicia, de la moralitat y de l’honra. Al poco, muy poco tiempo de su proclamación, por si las dos guerras civiles en que estaba metido el país (una con los carlistas, otra en Cuba) no bastaban, en numerosos puntos del sur y del levante se precipitaron juntas locales a asumir el poder político, dando comienzo a la rebelión cantonal. Tras días de penosa incapacidad de radicales y republicanos para ponerse de acuerdo, el Presidente Figueras dimitió, habiendo dicho eso de «estic fins als collons de tots nosaltres!». Se dice que un coronel de la Guardia Civil entró con un piquete al congreso y dijo que de allí no saldría nadie hasta que eligieran a un presidente, y acabó habiendo uno… y dos más en menos de un año.

Entre intentos de golpe de Estado, el carlismo acechando y – como no – algún amago de proclamación de algo en Cataluña, los cantones rebeldes en el sur y en el levante se independizaban a su vez unos de otros e incluso se hacían la guerra entre ellos. Y así pues, le costó bastante poco al general Pavía darle la estocada final a nuestra Primera República. Y así siguen hasta hoy existiendo los odiados latifundios. Aprended, Monty Python.

Todo el mundo está convencido en el país de que el pueblo español es gregario, sumiso y retrógrado. Y eso es lo más preocupante: una sociedad con un historial tan incendiario, revolucionario e ingobernable que no parece ni real, pero que vive en la fantasía delirante de ser y haber sido siempre un manso rebaño de ovejas beatas. ¿Falsa conciencia? ¿Imprevisible e inquietante trastorno de la personalidad? Lo seguro es que quien no se conoce a sí mismo no es capaz de dirigirse a sí mismo, ni acaso de saber siquiera lo que hace ni lo que hará.

En suma, la Tercera República está ya en el horizonte. La cuestión no es ya tanto si vendrá sino: ¿sabremos cuidarla esta vez? ¿la mimaremos responsablemente? ¿o le daremos la espalda, cada loco con su tema, hasta someterla al caos… que llevará al el próximo cuartelazo?


[1] https://www.nytimes.com/2021/02/18/world/europe/pablo-hasel-protest-spain.html

[2] Josep Herrera, 01/03/2021. «La prensa alemana despedaza y humilla a Juan Carlos I y a la monarquía española». LasRepúblicas.  https://www.lasrepublicas.com/2021/03/01/la-prensa-alemana-despedaza-a-juan-carlos-i-y-a-la-monarquia-espanola/?fbclid=IwAR2BepeJpwImaFxtHWHk7eqpYuXXFgjaR-iMHo4E4VhBJpHt4DiuGpu0tdQ

[3] Carlos Elordi, 04/03/2021. «¿Cuánto tiempo va a aguantar Felipe VI?» elDiario.es. https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/tiempo-aguantar-felipe-vi_129_7275848.html