Me resulta muy difícil quitarme de la cabeza la idea de que todo el desaguisado que vivimos desde el crack financiero de 2008 no es más que la consecuencia de la gran crisis performativa de la política tradicional. Lejos de ser otra crisis económica (mi cuerpo serrano de hombre blanco y moderadamente viejo ha conocido ya, al menos, cuatro de las grandes: la del petróleo en los 70, la resaca post 92, otra pandémica y la financiera de ese mismo año), hablamos más bien del roto definitivo en la estructura de credibilidad que sostenía el juego de nuestras democracias representativas. Así se explicaría por qué ha sido posible recuperarnos económicamente (suponiendo que la economía tenga esas fronteras que todos le imaginamos) y que el mundo que nos rodea, sin embargo, siga hecho un vertedero moral que hoy aspiran a gestionar formaciones políticas que no dudan en defender postulados racistas, homófobos, xenófobos y misóginos sin despeinarse. Desde que el bueno de Erving Goffman nos lo aclaró (no es casualidad que sea un sociólogo el que nos sirva para explicar una crisis social), toda interacción humana es, en esencia, un trabajo colectivo para cuyo sostenimiento la audiencia debe colaborar activamente. También la política democrática, lejos de resumirse como el resultado de un ir y venir de mensajes entre emisores y receptores, es un esfuerzo colectivo. Y en ese esfuerzo gran parte de la audiencia de los políticos tradicionales decidió, tras la gran recesión de 2008, que tiraba la toalla.
Bueno, ya sabíamos que nuestros políticos eran maestros del cinismo, por eso nunca les verás perder unas elecciones; pero su credibilidad disponía de cierto crédito siempre que el plato llegara caliente a la mesa, las urgencias hospitalarias funcionaran y la gasolina fluyera barata. Sin embargo, para gran parte de su electorado verles claudicar sin resistencia ante el austericidio o balbucear excusas para no reconocer que estábamos en manos de redes financieras a las que nadie se preocupó de poner coto fue la gota que colmaba el vaso. De repente, la vieja comedia de la convivencia democrática que venía representándose desde la postguerra (mundial) y los rostros empolvados que la representaban dejaron de tener gracia. Hoy, más de una década después de ese 2008, la vida es más dura para el 99% de la población y, lo que es peor, hemos acabado convenciéndonos de que no nos han alienado sólo el “hoy” sino que muy probablemente hemos entregado a la precariedad también nuestro futuro y el de las generaciones venideras. Con este tono vital apocalíptico la gente se siente perdedora, y cuando nos sentimos perdedores no solemos practicar la templanza ni el sentido común. En mi opinión, llevamos desde entonces sumidos en un gran pataleo que no es el de una multitud que clama justicia, sino el de la horda iracunda que cuando quiere pan lo primero que destruye son las panaderías (aquí un finolis elitista como Ortega viene al pelo, como siempre).
En los lodos políticos actuales, derivados de aquellos barros que nuestra clase política no pudo o no supo gestionar, la credibilidad ya no es importante, porque esta sólo puede construirse desde la escucha, y ya no queremos escuchar. En esa era desabrida que llamamos de la posverdad, la credibilidad pierde toda razón de ser y es sustituida por una noción más escurridiza, sensación pura y visceral que conecta bien con la ira y el disgusto: la autenticidad. Cuando el mundo del pasado se derrumba ansiamos líderes auténticos porque no necesitamos creer en ellos, lo que necesitamos es que parezcan creer en sí mismos. El triunfo de los desasosegantes líderes que hoy aspiran a dominar el mundo está marcado por este volátil valor al alza de la autenticidad: es lo que ha encumbrado a esos matones que vemos cada día en el telediario: a Trump, a Milei, a Orban, Le Pen y a todos los que (¡ay!) estén por venir.
Consideremos una realidad política onerosa que, cuando creíamos habernos librado de él, nos obliga a volver a tener en cuenta a Donald Trump, a quien casi considero un paradigma de este triste espejismo de la autenticación política. No lo imagino llegando a casa, poniéndose una camiseta raída y sentándose a leer novelas de Jane Austen mientras suena Phillip Glass en el estéreo. Y ustedes tampoco. Ya sabemos todos que es exactamente la clase de botarate sobrado de sí mismo que dice ser. Compárenlo a alguno de sus antecesores, como Barack Obama, que nos embaucó a todos con el cuento de que el mundo is gonna change y al final se retiró de la presidencia con un único mérito reseñable: haberle volado la cabeza al archivillano Bin Laden. No, Trump está hecho de otra pasta. Una desagradablemente real. Es exactamente tan machista como parece, tan racista como parece, tan rico como parece (puede que todavía más). Hasta sus mentiras parecen más auténticas que las mentiras de los demás, porque no parece sentir ningún pudor en fabricarlas. Trump es ese político que parece gozar del dudoso honor de haber sepultado la era de la política como representación, habiendo inaugurado la era de la política como puro hecho intestinal. Todo lo que toca se desliza en el terreno de lo bizarramente auténtico, a un paso del colapso dramatúrgico pero siempre electrizante para sus seguidores. Hasta cuando le disparan y sólo le rasguñan una oreja toda la escena tiene visos de ser verdad y ficción al mismo tiempo, como en una de esas películas que se estrenan directamente a media tarde en la televisión y que todos vemos en secreto; como uno de esos trampantojos que no podemos evitar mirar por un largo rato esperando que nos revelen algo.

Las próximas elecciones presidenciales en Estados Unidos serán, a mi modo de ver, una especie de claro asalto decisivo entre ese Trump-antojo de la autenticidad y las viejas armas de la política tradicional, encarnadas en la figura renovada de una mujer que representa el propio mestizaje de buena parte de la sociedad norteamericana. Una gran pantalla final: quizás un logro desbloqueado o un “vuelva a la casilla de salida”. Un punto de inflexión, en todo caso. Lo que es seguro es que, en este escenario electoral y en los que llegarán en el futuro, reconstruir el frágil pacto de credibilidad que nos ha sostenido a todos durante la que –ahora lo sabemos- era la mejor parte de nuestras vidas va a necesitar de unas cuentas partidas extra.