Pier Paolo Pasolini rodó una perturbadora obra inspirada en Los ciento veinte días de Sodoma del Marqués de Sade, cuyo título es el mismo o también Salò, en relación a la efímera república del norte de Italia fundada en las postrimerías del fascismo y que encaja siniestramente con la no menos ficticia Padania de La Liga Norte, rebautizada La Liga cuando sustituyó el separatismo supremacista por el extremismo xenófobo. Pasolini justificó su visita a los infiernos de la crueldad humana en una poco creíble crítica al fascismo, a pesar de su militancia izquierdista. La brutalidad del fascismo obedece a una cosmovisión y unas lógicas completamente ausentes en esta película. Eso no significa que los perpetradores de esta abyecta corriente política no hayan llegado incluso más lejos que los torturadores pedantes salidos de la pluma del divino marqués, cuyo repetitivo discurso filosófico ya era una tortura en sí mismo. El espantoso film, emitido de madrugada en Televisión Española una vez fue restaurada la democracia, muchos años después de su creación, produjo en todas las personas con las que he hablado que reconocen haberla visto la misma serie de reacciones: una curiosidad que lleva hasta el final y una repugnancia que lleva a renegar de haberlo hecho. Yo fui uno de los que la descargó y la borró inmediatamente después de ver todas y cada una de sus aberraciones.
Pasolini nos retrata y se retrata. Disfrutamos más de lo que somos capaces de admitir de cierto grado de crueldad sobre otros. El sadismo no es tanto dolor como control, control sobre el cuerpo, la voluntad o las emociones del otro. Como placer sexual, más extendido de los que muchos quieren admitir, es un entretenimiento menos turbio y peligroso de lo que las series de televisión neoconservadoras de EEUU nos quieren hacer creer. Por series neoconservadoras, avisado lector, me refiero a toda esa bazofia policiaca llena de criminales de fantasía que cometen horrendos asesinatos absolutamente inverosímiles y cuya maldad y astucia justifica todo tipo de abusos policiales. Dos características suelen ser signo de perversidad en estos boletines de talibanismo cristiano: escuchar ópera y disfrutar del sexo con creatividad y sin necesidad de sólidas relaciones maritales. Según la pacata visión del mundo de los rednecks audiovisuales de EEUU, quien disfruta del sexo, o mata o muere. Sagaz lector, sí, me refiero, verbigracia, a CSI o a Criminal Minds, cuyo título alude, supongo, a sus guionistas. De los crímenes que verdaderamente suceden en ese país, que no son generalmente asesinos de niños blancos de clase media que disfrutan de la ópera y de su sexualidad, sino más bien policías racistas y primitivos, sonados por absurdas campañas militares en Oriente Medio, que matan a indefensos ciudadanos negros porque en su animalidad confunden una lata de refresco con una pistola, no hablan. Un país donde la práctica del sexo está mal vista, pero adquirir un arma de fuego no. La fijación con la ópera como prueba de perfidia me hace temer que algún día manden bombardear Viena o París.
Sin embargo, no hay nada más genuinamente sádico que el neoliberalismo. Las tesis de Sade afirman que el dolor ajeno es una ficción que solo sentimos cuando lo imaginamos y de cuya existencia, por tanto, podemos dudar. Desde esa perspectiva egocéntrica el leve disgusto de uno mismo es más real que el mayor sufrimiento del otro. En estos negros tiempos nuestros en los que la empatía ha quedado denostada como una afectada e hipócrita cursilería, como denuncia sagazmente Mauro Entrialgo en su ensayo «Malismo», el sadismo se ha convertido en la filosofía moral no oficial de esta apocalíptica turba de líderes mundiales a los que cansadamente llamamos «fascistas» o «populistas» por carecer de mejores términos que definan esta siniestra nueva realidad. Envuelto en mejores paños, este sadismo con cierto aroma artificial a Biblia, a veces se describe con «neoestoicismo», olvidando que el pensamiento original incluye la compasión y la humildad.
Descendiendo a nuestra televisión nacional, en Televisión Española goza de éxito un programa de cocina, MasterChef, que es fusión de dos palabras que significan poder: «master», del latín «magister», en nuestra lengua «maestro» y en el código sadomasoquista el sujeto dominante y «chef», arabismo del que proviene «jefe» y «jeque» y cuyo significado es el mismo. Ciudadanos y dignos profesionales o estudiantes de todo tipo de disciplinas son sometidos y humillados por tres sujetos que dominan el arte de transformar alimentos de forma eficiente en suculentas elaboraciones. El dominio de este oficio les da licencia para humillar y agredir psicológicamente a innumerables ciudadanos que no son hábiles en la adquisición de estas destrezas o no cumplen sus expectativas. El placer oculto es ver pisoteada la autoestima de personas iguales al telespectador anónimo de forma pública e impune. Como describe bien la serie surcoreana «El juego del calamar», la codicia y la competitividad suelen envilecer a muchos concursantes. Fresca en mi memoria sigue aquella anécdota en la que un joven estudiante de medicina fue brutalmente humillado ante España entera, cuyas lágrimas produjeron en buena parte de la opinión pública impías burlas y reproches. Supe por un reportaje de El País que el retorcido equipo detrás del programa celebró esa situación por los buenos datos de audiencia que le reportaría. Verónica Forqué, una de las más grandes actrices cómicas de España, empezó a perder el cariño popular, luego la dignidad y finalmente la vida en el fútil fuego sagrado de una cocina. Otra concursante que alegó sufrimiento psicológico para renunciar vivió un reproche absolutamente cruel y zafio por parte del verdugo más joven del jurado. Un concursante homosexual, una pequeña celebridad, tuvo que aguantar una parodia de sí mismo en la que se ridiculizaba su deseo hacia otros hombres de manera grotesca.
La cocina que se enseña es, también, digna de la filosofía excluyente del programa. Aunque cubran de filantropía sus acciones, el objetivo es dominar el arte culinario de las clases altas, basado en el principio del lujo explicado por Lipowetsky: que no puedas alcanzarlo tú. ¿No hay otra excelencia posible en cocina? ¿Quizá la de abastecer con éxito nutricional y bajo coste a un número elevado de personas hambrientas no sería una excelencia más digna que la de sorprender con artificios a paladares sobrealimentados?
Bourdieu en sus ensayos sobre televisión ofrece una visión descarnada del fenómeno: no es un reflejo de la realidad, es una realidad. Este concurso de TVE sería una metáfora excelente de las actuales relaciones políticas y económicas entre poseedores y desposeídos. Lo que no entiendo es que con nuestros impuestos, último reducto de la socialdemocracia, se financien los aquelarres que reniegan de la solidaridad y celebran la crueldad disfrazada de éxito.