El absurdo fue la respuesta teatral a aquella sentencia de Adorno que proclamaba la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz. Ese divorcio entre las palabras y las cosas, esa falta de trascendencia, la incoherencia narrativa o la ausencia total de narración. El absurdo lleva a la risa, porque violenta que todo encaje y nada tenga sentido. De ahí bebieron luego verdaderos comicos del siglo anterior y del corriente, pienso en The Monty Python, pero también en «Les Luthiers», en la revista «La Codorniz» o en muchos artistas del humor de nuestro periodo democrático, que lograban la risa a través de la estupefacción. En una estilización de este espírirtu del absurdo, en el siglo XXI la búsqueda de la confusión casi es un fin en sí mismo, algo que ya adelantó el desconocido en España Andy Kaufman y que Jim Carrey, admirador suyo, nos recordó en su película «Man on the moon». Quiso Dalí hacer un encuentro científico sobre la confusión o eso le escuché contar a Arrabal en una de sus entrevistas. No me he molestado en comprobarlo.

Hoy el absurdo se ha vuelto terroríficamente cotidiano, por ello produce más espanto que risa, porque su violencia no es inofensiva. Existía la fe en un mundo ordenado y racional, fe desvanecida con los últimos acontecimientos sociales y políticos. Con el capitalismo financiero y tecnológico, los mayores poderes económicos de Occidente producen aire: deuda y servicios cibernéticos. El producto más adquirido del mundo es dinero. Dinero cuyo valor ya no se basa en nada tangible. Ese traje nuevo del emperador ha disparado la desigualdad y sojuzga al mundo entero en beneficio de una creciente minoría de billonarios desde la crisis de 1973 y el advenimiento del neoliberalismo. Esa desaparición de lo tangible que señala el filósofo Byung-Chul Han.

Hoy vuelven las guerras de conquista de la mano de un inesperado déspota que ha logrado pulverizar la democracia liberal más vetusta del mundo, de un monstruo que nunca pudo digerir la caída del imperio ruso y de una China reconvertida en fábrica del mundo y gran potencia geopolítica. Las dictaduras y los aprendices de autócrata regresan a Hispanoamérica, si es que alguna vez se fueron. Por ahí conviven con más disputa que armonía el repeinado carcelero de El Salvador, el desquiciado disolvente del Estado argentino Milei, los ridículos Ceaușescu de Nicaragua y el zafio sátrapa de Venezuela junto al eterno tirano de Cuba.

Comemos y cenamos viendo por televisión a niños desnudos morir de hambre. Un genocidio emitido a diario y nutrido de nuestra indiferencia e impostada conmiseración.

Hoy la población de las supuestamente educadas viejas democracias prefiere el discurso visceral de cualquier cretino insolente al de la prensa escrita, que anuncia la extinción de sus más ilustres cabeceras acosadas por la ruina. Una población que desconfía palurdamente de científicos y académicos e idolatra a empresarios cabestros o a energúmenos. Se desconfía de las vacunas y se postula que la Tierra es plana, a despecho de la travesía de Magallanes y de Elcano. Una población que prefiere vivir peor si eso supone alterar el mundo lo bastante para sentir que siempe tuvieron razón. El presidente naranja ha establecido que la ciencia no puede contradecir al ejecutivo, solo de él emana la verdad. Federico II «el Grande» habría dado un respingo de consternación y a Catalina «la Grande» le brotaría una mueca de disgusto, acostumbrada a ser cuestionada por Denis Diderot en su propio salón con tanta vehemencia, que solía protegerse discretamente ante los violentos aspavientos de su mantenido ilustrado alzando una mesilla auxiliar. Regresa la creencia en la imagen, que sustituye al discurso verbal como prueba de verdad, como en la Edad Media o durante la Contrarreforma. El Siglo de las Luces se apagó.

¡Larga vida al reino de los idiotas! Hoy quienes nunca tuvieron interés ni entendieron la cosa pública se adueñan de ella para superar el oprobio de su mediocridad y la angustia ante la duda permanente. «Vos sed non vobis», como cantó Virgilio. Otros y pocos son los máximos beneficiados de esa masa de muchos bobos en perjuicio de todos. Aristóteles ya advirtió de los peligros de la degeneración de la democracia en una tiranía impulsada por la demagogia y al margen del bien común. Aristóteles se pasea por Budapest y vuela a Florida, haciendo escala en San Salvador.

La pregunta que me hago es si alguna vez hubo tanta sensatez o sencillamente el mundo se cansó de fingir o de buscar falsas razones a sus deseos, prejuicios e impulsos. ¿Y si la mayor parte de nuestra vida se rige por el absurdo? Detestaba a Almodóvar de niño porque me parecía desagradable y excéntrico. Lo extravagante resultó ser frecuente y castizo, pero nunca había sido contado. Ahora me parece casi un documentalista poético. El asesino español descendiente de ilustres actores que descuartiza en Tailandia a un honesto médico colombiano ingenuamente enamorado ante su reacción indignada de amante estafado y burlado se torna la víctima ante los ojos golosos del frívolo espectador; él, el joven guapo y descalzo de suaves modales. Igual que Pedro Sánchez recordó eróticamente a Superman a muchas mujeres de Estados Unidos en una breve entrevista de televisión y ahí cifró su gloria en la república que suele ignorar todo y a todos los que anidan fuera de sus fronteras.

Generalmente creemos, nos gusta creer, que nuestra vida se rige por decisiones racionales. Nos gusta mentir, sobre todo, a nosotros mismos. Recuerdo que en las entrevistas de trabajo decía que Goethe y Bach me condujeron al estudio de la lengua alemana. Amo a Bach y a Goethe, pero en verdad todo empezó porque me fascinaba de niño que hubiera gente tan rubia, que fuera una lengua temida, que los padres alemanes de las series infantiles emitidas por TVE fueran tan solícitos con sus niños y tan civilizados, que no hiciera sol bajo el cielo de quienes lo hablaban, que usaran la diéresis para representar sonidos extraños y que fabricaran tantas galletas y chocolate. A Bach lo conocí gracias a la publicidad y a las cabeceras de los programas de televisión, jamás vi ni soporté un concierto de música clásica. El chocolate y su publicidad me condujeron a Bach. ¿Quién contrataría a un chico que se enamoró del alemán por los anuncios de Bahlsen? En Alemania conocí a un superdotado muchacho, con un dominio absoluto de la lengua castellana, estudiante de filología en Leipzig, que estudió español fascinado por los vulgares bares de barrio de nuestro país y nuestras más rancias costumbres. Su sueño era participar en una película de Torrente. Al profesor de japonés que conocí en la Universidad de Poznan le producían la más sublime ternura las estúpidas, sinceras y potencialmente ofensivas preguntas sobre Japón de los españoles más cazurros, a la vez que se maravillaba de nuestro amor por sus artes marciales o por sus versiones de Heidi y Marco. No podía creer que Fräulein Rottenmeier produjera todavía hoy tanta rabia. Resulta que a todos nos mueve el absurdo.

El absurdo se manifiesta a plena luz cuando el productor de nuestras vidas nos visita: la muerte. A mí acaba de venir a verme y me ha encontrado a cientos de kilómetros de mi casa, preocupado por mis sencillos deberes profesionales y por una obra de teatro escolar que sentía que debía estrenar. Durante su ensayo mi sobrino mayor agoniza para desolación de mi familia. A su estreno posiblemente él estaría ya descendiendo definitivamente más allá de donde pudiéramos verlo. Acabé sintiéndome mal y tardo en entenderlo. Lo obvio y racional oculto por el absurdo. Los más altos deberes no son profesionales. El absurdo produce risa si hay ausencia de compasión, según Bergson. Si no, produce horror.

Lo tomaba en mis brazos cuando tenía cinco años y lo dejaba caer en un colchón. Ahora en mi mente se desvanece cuando lo suelto. El absurdo de ver morir a quien casi vi nacer. Me comentó a los ocho años sus ideas sobre la muerte. Él afirmaba que vendría un tiempo en que todos regresaríamos y yo le respondí que esa idea era absurda. Era un adolescente y tenía todas las respuestas. Lo absurdo es que se marche antes que yo para no volver, pero lo absurdo es real. Hoy soy un adulto maduro y no me quedan casi respuestas.