Ilustración antigua niños
Hay un relato apocalíptico en la mente adulta que es como un bonito mueble de IKEA. Viene por partes y es fácil de montar. Apenas encajan dos o tres piezas lo demás es coser y cantar. Y es atemporal y recurrente, da igual cuando leas esto.

En lo que se refiere a la Adolescencia, la mayor parte de los adultos que me rodean parecen vivir dentro de una cámara de eco que les devuelve una y otra vez unos mismos vaticinios apocalípticos a cuenta de la pornografía, la violencia o la tecnología. En el peor de los casos, la cámara de eco se habrá convertido en una auténtica caverna platónica en la que la realidad no se encuentra salvo como pálidas sombras que ya nadie sabe interpretar. Con lo fácil que sería deshacernos del lenguaje del extrañamiento y recordar que una vez nosotros fuimos, sí, y de manera ineludible, adolescentes. Y lo fuimos de la misma manera necesaria, torpe y balbuceante con la que recorren ese camino las y los adolescentes del presente.

El lenguaje describe y prescribe y opera la mágica de ilusión de permitirnos referirnos a los que son como nosotros fuimos como si vivieran en otro planeta, como si fueran diferentes, como si no tuvieran las mismas preocupaciones y los mismos motivos de alegría que nosotros tuvimos: enamorarse, recibir aprobación de sus iguales mientras logran librarse de sus mayores, iniciarse en una vida sexual propia, labrarse una identidad con la que sobrevivir a la Infancia antes de entregarse a la adultez o prepararse para el trabajo productivo (esa esclavitud). Cuestiones todas viejas como el mundo.

Pero aquí tenemos la palabra: adolescencia. Para colmo, es el título de una serie de moda. Todo el mundo habla de ella, incluso para aclarar que no hay que tomarla por un retrato realista, y no es porque sea un logrado producto cinematográfico (lo es) o porque ponga en cuestión todos nuestros lugares comunes sobre, digamos la educación, o la crianza (que también), sino porque consigue conectar con nuestros brumosos (y morbosos) temores adultocráticos. Conozco a más de uno de esos adultos de la caverna que la ve y de este relato complejo que nos reta a todos sólo extrae una lección: que la tecnología nos ha robado a nuestros hijos. Porque la mente de una persona adulta, lejos de ser un dechado de perfecciones (así define “adulto/a” nuestro diccionario de la RAE, como cosa plena o “que alcanza cierto grado de perfección”) es una chatarra maltrecha que para sobrevivir necesita olvidar todo lo que le ha pasado antes, y ya no recuerda que todo lo que se dice hoy sobre estos adolescentes es básicamente lo mismo que se ha dicho desde hace, como poco, un siglo. Hoy nos los secuestran las redes sociales, y antes fueron Pokemon-Go y los juegos de rol, y antes de los juegos de rol fueron los videojuegos y antes de ellos la televisión, y antes de la televisión el rock and roll y antes de todo esto los boliches, o el pernicioso cine y sus salas oscuras. Hay un relato apocalíptico en la mente adulta que es como un bonito mueble de IKEA. Viene por partes y es fácil de montar. Apenas encajan dos o tres piezas lo demás es coser y cantar. Y es atemporal y recurrente, da igual cuando leas esto.

Ese relato también es muy resistente. Tanto que sobrevive a la realidad misma y nunca deja que un hecho le arruine el festín apocalíptico. En esa cámara de eco adulta, por ejemplo, se insistirá una y otra vez en que los adolescentes ya no leen. Qué más da que les presentemos los datos del último estudio del Barómetro de hábitos de lectura del Ministerio de Cultura según los cuales la población entre 14 y 24 años es con diferencia la que más lee. Entonces vienen los de la caverna al rescate y dicen que sí que leen pero que leen basura, cositas de fantasía, obritas menores. Porque claro, esa minoría adulta que lee no se dedica sino a revisitar a diario el Quijote y las obras completas de Galdós. Y yo que juraría que lo que se vende es el eterno premio amañado de usar y tirar en el que tres generaciones de mujeres acaban por descubrir un pasado familiar ominoso, etc. O bien el problema es que ya nadie estudia, que la adolescencia no sabe lo que es el esfuerzo y que antes, mire usted, si que teníamos interés por aprender. Claro, por el eso el equivalente para adultos del inefable informe PISA (el PIAAC), retrata a una población adulta que si volviera hoy a un aula de bachillerato se ganaría unas buenas orejas de burro porque está a la cola de Europa en niveles de instrucción y competencias lectora, matemática etc..

Pero esperen, queda la cosa de la adolescencia hedonista y poco comprometida, encerrada en sus aparatitos y sus vicios privados. Bueno, no hace mucho se han publicado los datos del último Barómetro de la Infancia realizado por UNICEF y los datos son elocuentes: niñas, niños y adolescentes saben reconocer muy bien cuáles son los problemas que les rodean y les ponen nombre y apellidos. Y son problemas que nos interpelan claramente a nosotros, las personas adultas, que tan a menudo nos presentamos como salvadores de un mundo que se consume en las calderas del cambio climático, el consumismo hedonista, la deshumanización y que no ceja en su empeño de fraguar un futuro peor para los más jóvenes. Esa lista de problemas que señalan niños y adolescentes, fíjense lo que les digo, yo los colocaría como programa de trabajo obligatorio para nuestras cámaras legislativas. Porque de verdad nos convienen a todos, no como el mercadeo de votos e influencias en los que se ha convertido nuestra política nacional. Además incluye cuestiones que son de vital importancia para las personas adolescentes y que las personas adultas somos incapaces de ver, como el estrés generado por los excesos de la cultura escolar, el acoso o los abusos sexuales. Este bonito esquema resume su visión y tiene mucha miga, mucha más que cualquier fantasía apocalíptica intergeneracional:

Figura  Barómetro UNICEF 2023-24 (4ª Edición)

He dejado para el final esta cuestión tan titularizable de “es que los jóvenes son de derechas”. Me parece particularmente sangrante que no entendamos que siempre ha habido adolescentes de derechas como siempre los ha habido machistas o racistas. Me lo parece porque la única explicación a esta ceguera es que tenemos un concepto tan alto de nosotros mismos, particularmente esas gentes bienpensantes que nos llamamos a nosotros mismos “progresistas” y “de izquierdas”, que nos hemos autoengañado pensando que habíamos hecho un trabajo educativo perfecto y dejado un legado tan ejemplar, que era virtualmente imposible que tal cosa sucediera. Pues no. Adolescentes y jóvenes están condenados a una tarea sísifica. Han de emanciparse de sus adultos construyendo una identidad propia que sólo pueden forjar con los mismos valores y desde el mismo mundo (miserable) que les dejamos como referencia. Si vivimos en un país donde más de tres millones de personas que se consideran a sí mismas excelsos ejemplos de lo que es un adulto funcional votaron en las últimas elecciones generales por una formación política que ha hecho del racismo, la xenofobia, la misoginia y la mentira sus argumentarios fundacionales ¿alguien duda de que habrá “adolescentes de derechas”? Escandalizarse ante esto es sólo otra maniobra escapista adulta. Como son de otro planeta, será que han llegado en un meteorito porque el mundo que yo habito (mi caverna autocomplaciente) no puede tener responsabilidad en esto. Fijar la mirada sobre estos adolescentes necesitados de validación pero que, recordémoslo, no pueden votar, es otra maniobra adulta de distracción (en este caso muy de los sectores progresistas) para no reconocer que hemos perdido una partida importante y dejar de enfocar el auténtico problema, que es lo poco convincente que resulta al argumentario de la izquierda hoy para los propios adultos que sí pueden votar y nos están empujando a la sinrazón sin intermediación alguna de sus hijas e hijos.

Algo le pasa a nuestro mundo adulto y, sobre todo, a la izquierda provecta cuando ya se ha olvidado de que, precisamente, los más jóvenes han sido siempre nuestra única esperanza. Porque, aunque lo recordemos de manera muy distinta, quienes ya peinamos canas (el que pueda peinar algo) hace ya tiempo que fracasamos ampliamente cuando intentamos cambiar el mundo a mejor. Ahora hay que ceder el testigo a otros. A la vista está.