Los partidos de izquierda después de las revoluciones sin líder y del populismo.

Desde la década de 1970, la izquierda mundial ha ido perdiendo progresivamente su pretensión de representar la liberación total de la humanidad del capitalismo y el imperialismo. En un principio, la izquierda fue inclinada hacia una posible domesticación del orden establecido, a través de los “nuevos movimientos sociales”. El bloqueo de este camino, así como la creciente destructividad del capitalismo de mercado y el imperialismo en los años 2000, condujeron a levantamientos masivos en todo el mundo. El hecho de que estos levantamientos “sin líderes” a menudo lograran lo contrario de lo que se proponían llevó a algunos sectores de la izquierda a buscar nuevos liderazgos. Con el reflujo de la ola populista que se alimentó de esta tendencia, podemos decir que hoy ha comenzado una búsqueda más organizada. Este artículo describirá primero las tres estrategias frustradas (nuevos movimientos sociales, levantamientos anarquista-autonomistas y populismo) y concluirá con las búsquedas más recientes a las que han dado lugar estos bloqueos.

Desde hace casi dos décadas, las ciencias sociales críticas señalan al «neoliberalismo» como la principal fuente de nuestros problemas. Aunque este análisis es acertado, presenta un punto ciego: los movimientos de izquierda, en particular aquellos centrados en los trabajadores, están en una profunda crisis desde finales de la década de 1960, que precede a la era neoliberal. Lo irónico es que los años 60 son percibidos hoy no como un momento de crisis, sino como una explosión de creatividad militante que prefiguraba una revolución frustrada. Sin embargo, fue en esa época cuando los partidos de izquierda fueron perdiendo progresivamente su influencia sobre las masas. Sobre sus ruinas, emergieron los llamados «nuevos movimientos sociales». Estos movimientos podrían haber reorganizado los viejos partidos socialistas y comunistas, o haberlos reemplazado por nuevos partidos de masas, pero nunca persiguieron un objetivo «hegemónico» de ese tipo.

En lugar de eso, contribuyeron a la desorganización de la izquierda. La advertencia de Eric Hobsbawm, quien llamó la atención sobre esta crisis, fue eclipsada por el entusiasmo revolucionario de la época . El neoliberalismo surgió en este terreno socio-político desestructurado. La crítica «anti-burocrática» a los Estados de bienestar desempeñó un papel clave en la consolidación del neoliberalismo.

La desaceleración del movimiento obrero y la desproletarización de los partidos de izquierda fueron los principales componentes de este proceso. Ambos fueron impuestos deliberadamente desde arriba (por los Estados y la burguesía, así como por las burocracias sindicales y partidarias), y muchos intelectuales y activistas de izquierda contribuyeron a ello «cumpliendo con su deber» y alejándose, junto con sus estudiantes y discípulos, de estos espacios. Esto no volvió disfuncional a la izquierda de inmediato. Sin embargo, el proceso y las estrategias que se desarrollaron en respuesta a él empujaron a la izquierda hacia los márgenes de la historia con el tiempo.

De los «nuevos movimientos sociales» a las «revueltas sin líderes»

Durante las décadas de 1980 y 1990, la izquierda concentró la mayor parte de sus energías en los «nuevos movimientos sociales». En las regiones donde tuvo más éxito, utilizó estos movimientos para rodear a los partidos establecidos. Mientras que todos los partidos tradicionales se unían en torno al neoliberalismo en el plano económico, estos movimientos radicalizaron al centroizquierda y a lo que quedaba de «la verdadera izquierda» en torno a cuestiones étnicas, de género y ambientales. Solo unos pocos intelectuales lamentaban que la dimensión de clase de estas cuestiones no fuera tomada en cuenta. La mayor parte de la izquierda occidental se conformó con una estrategia destinada a «radicalizar» el sistema desde dentro, tal como lo proponían Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y Estrategia Socialista (1985).

Sin embargo, esto no solo se debía a la ideología espontánea de los «nuevos movimientos sociales» sino también a procesos estructurales mucho más profundos. Hegemonía y estrategia socialista reconoció el riesgo de fragmentación que podía acarrear esta trayectoria y, siguiendo a Gramsci, propuso una estrategia para la «articulación» de los «nuevos movimientos sociales». No obstante, bajo la influencia del culturalismo dominante en la época, Mouffe y Laclau:

1) rechazaron la orientación de clase que podía precisamente proporcionar esa articulación;

2) entendieron todo en términos de «discurso», sin abordar las formas organizativas que debían constituir la base de dicha articulación;

3) finalmente, dieron la espalda a la idea de que la política solo podía existir a través de la confrontación entre dos bandos antagónicos, un elemento fundamental en el pensamiento y la acción de Gramsci.

Así, en contra de las intenciones de los autores, Hegemonía y estrategia socialista pasó a la historia no como un intento de poner fin a la fragmentación de los «nuevos movimientos sociales», sino como una celebración de su diversidad y de sus esfuerzos por radicalizar el sistema existente desde dentro.

El fracaso de la radicalización del sistema

Evidentemente, el sistema se resistía a «radicalizarse» desde dentro bajo la presión de los «nuevos movimientos sociales». Del fracaso de estos surgieron dos nuevas vías en la década de 2010: las «revueltas sin líderes» y los partidos «populistas». Las bases de estos fenómenos ya habían sido establecidas desde finales de la década de los 1990. Desde el movimiento zapatista hasta las protestas contra la Organización Mundial del Comercio en Seattle en 1999, surgieron contestaciones masivas en diferentes partes del mundo. Coincidiendo con estas movilizaciones anarco-autonomistas, el coronel progresista Hugo Chávez fue elegido presidente en Venezuela, marcando la primera manifestación de una ola «populista» que arrasaría América Latina en los años siguientes. Aunque estos desarrollos parecían limitados a esa región, la crisis financiera global de 2008 movilizó a decenas de millones de personas en todo el mundo con lemas en contra de la injusticia y la dictadura económicas.

Entre 2009 y 2013 estallaron revueltas con apariencia revolucionaria, con objetivos que variaban según el contexto geográfico. Sin embargo, su denominador común era un espíritu libertario generalizado. En su apogeo, alrededor de 2011, esta ola recibió un amplio apoyo, tanto de la izquierda radical como de una parte del establishment progresista. Estos levantamientos parecían demostrar que los líderes, las organizaciones y las ideologías no eran necesarios. ¿Acaso no se podía oponer resistencia a las dictaduras y a los mercados financieros sin ellos?

El entusiasmo se fue desvaneciendo lentamente. Estas revueltas, que no lograron establecer una dirección clara ni un método general, fueron finalmente barridas casi por completo, sirviendo además como justificación para un endurecimiento autoritario. Las semillas de la coalición del AKP en Turquía se sembraron tras la derrota de la revuelta de Gezi. En Egipto, el derrocamiento de Hosni Mubarak fue seguido por una dictadura aún más brutal (y pro-saudí) bajo Al-Sisi. El destino de Siria habla por sí mismo: antes de que la revuelta pudiera convertirse en un movimiento consolidado, se transformó en una guerra por delegación entre Rusia e Irán por un lado, y Estados Unidos y Arabia Saudita por el otro. El país no solo quedó completamente devastado, sino que el sistema se volvió aún más autoritario.

En Brasil, muchos de los elementos de un levantamiento similar impulsaron el proceso que llevó a la formación de un nuevo frente conservador, permitiendo que la extrema derecha llevara a Bolsonaro al poder. La única excepción, durante algunos años, fue Túnez, donde la revuelta se desarrolló bajo la influencia de partidos y sindicatos (aunque estos no fueron sus iniciadores). Sin embargo, incluso allí, la restauración autoritaria terminó imponiéndose.

El estancamiento de la izquierda populista

La derrota de los levantamientos con orientación libertaria a principios de la década de 2010 redirigió la atención hacia las elecciones. Los «nuevos movimientos sociales» y las revueltas habían fracasado en cambiar el sistema. Quizás una revuelta anti-establishment a través de las urnas, impulsada por movimientos ajenos a los partidos tradicionales, podría tener un resultado diferente.

En Europa, Podemos en España, SYRIZA en Grecia y La France Insoumise en Francia se convirtieron en los principales representantes de esta mentalidad «populista». Otros exponentes más indirectos de la misma ola, como Bernie Sanders en Estados Unidos y Jeremy Corbyn en el Reino Unido, emergieron desde partidos tradicionales dentro de sistemas bipartidistas. A pesar de sus vínculos con los Democratic Socialists of America y el trotskismo, respectivamente, se presentaron ante las masas como líderes individuales, más que como representantes de organizaciones socialistas tradicionales.

Los estrategas de estos movimientos –especialmente en España y Grecia– rindieron homenaje a otro libro de Ernesto Laclau. Hegemonía y estrategia socialista había coincidido «espontáneamente» con el estado de ánimo de las décadas de 1980 y 1990. Sin embargo, el libro de Laclau de 2005, La razón populista, fue utilizado de manera mucho más explícita como un «manual» por los líderes «populistas».

Este nuevo libro introdujo matices importantes respecto al anterior. Hegemonía y estrategia socialista rompía con el marxismo de Gramsci en dos puntos clave:

  1. La polarización esencial de la política en torno a dos campos antagónicos.
  2. La centralidad de las clases sociales.

En su obra de 2005, Laclau realizó un giro significativo, aunque sin asumirlo por completo. Admitió que la política se polariza en torno a dos campos, pero siguió rechazando la centralidad de la clase. No es la lucha de clases lo que moviliza al pueblo contra la oligarquía, sino un líder.

La tesitura neoliberal descrita más arriba fue la razón de la aceptación de esta lógica, incluso en España y Grecia, donde la izquierda estaba relativamente organizada. Las organizaciones militantes y/o de clase habían perdido fuerza en los últimos años y no habían salido fortalecidas de los levantamientos antineoliberales. Las redes sociales, que habían demostrado su eficacia en las revueltas, generaron una nueva burbuja de esperanza: la explosión que habían provocado en las calles podría ahora reflejarse en las urnas. Parecía que ya no era necesario pasar años organizándose en los barrios o en los lugares de trabajo, como proponían tradicionalmente los partidos de masas.

En Grecia, esta “razón populista” llevó a un ascenso milagroso de la izquierda. Syriza, un partido diminuto hasta hacía pocos años, llegó al poder con más del 35% de los votos. Sin embargo, el vacío organizativo que fue la levadura de su ascenso también significó que Syriza no tenía un poder estructurado para defenderse de los amos de la Unión Europea. El gobierno de izquierda de Grecia se sentó a la mesa con los gigantes de la UE sin contar con lugares de trabajo y calles organizados. Derrotado en esos encuentros desiguales, Syriza señaló que no adoptaría una política económica muy diferente de la del centroizquierda (PASOK) y la centroderecha a la que reemplazó. En los años siguientes, se fue volviendo cada vez más “pasokizado” (para usar el término griego). El partido populista español Podemos, por otro lado, ni siquiera estuvo cerca de llegar al poder, ya que se enfrentaó a un partido de centroizquierda ahora mucho más respetable que el PASOK.

En Bolivia y Venezuela, una estrategia «populista» permitió obtener resultados más tangibles. Sin embargo, estos fueron finalmente contrarrestados por los límites impuestos por el marco neoliberal. Las estructuras económicas y ecológicas de ambos países ya imponían ciertas restricciones a la construcción del socialismo, un objetivo declarado tanto por Hugo Chávez como por Evo Morales.

Hoy en día, Venezuela subsiste casi por completo gracias a una economía basada en el petróleo. En lugar de haber diversificado su economía mediante una dinámica basada en la organización de los trabajadores, el chavismo optó por redistribuir una renta petrolera inestable, acompañada de constantes enfrentamientos entre su carismático líder y la oligarquía.

Este «populismo económico«, en el sentido más estricto del término, produjo resultados espectaculares en un primer momento, pero no evitó la catástrofe económica que comenzó con la caída del precio del barril en 2013. El bloqueo estadounidense contribuyó, sin duda, a desmantelar lo que quedaba del «socialismo del siglo XXI» en Venezuela. Desde entonces, el único objetivo del movimiento chavista ha sido prolongar la hegemonía del nuevo líder, Nicolás Maduro, frente a los intentos estadounidenses de derrocarlo.

A diferencia de Venezuela, en Bolivia existen organizaciones autónomas mucho más sólidas. El partido socialista MAS (Movimiento al Socialismo), a diferencia del de Chávez, está orgánicamente vinculado a estructuras sindicales e indígenas. El MAS, a pesar de encontrarse en condiciones más favorables que Venezuela para iniciar un proyecto socialista, se topó con las rígidas estructuras de la economía mundial. Su proyecto de industrialización y diversificación económica quedó en estado embrionario, y Bolivia siguió siendo esencialmente una exportadora de materias primas.

Al igual que en Venezuela, los socialistas bolivianos sabían que estos obstáculos solo podían superarse a través de una movilización continental más amplia. Intentaron expandir su visión socialista a toda América Latina, en un contexto de hegemonía de izquierda más amplia, pero fracasaron.

¿Por qué estas dos experiencias permanecieron relativamente aisladas? En 2011, parecía que casi toda América del Sur estaba gobernada por gobiernos de izquierda. Si bien Venezuela y Bolivia contaron con el apoyo incondicional de Cuba (y del Ecuador de Rafael Correa), las condiciones estructurales e ideológicas no favorecían la implantación de variantes de su socialismo en otros países. En gran parte de América Latina, la «marea rosa» estaba representada por una izquierda más moderada, que gobernaba en los países más poderosos e influyentes de la región: Brasil y Argentina.

En los medios de comunicación tradicionales y en el ámbito académico, las diferencias entre la izquierda boliviana y venezolana, por un lado, y la argentina y brasileña, por otro, han sido analizadas principalmente desde el ángulo del «autoritarismo». Sin embargo, el verdadero factor se encuentra en otro lugar: estas izquierdas no modificaron las relaciones fundamentales de propiedad. Si en Bolivia y Venezuela se nacionalizó una parte significativa de los recursos naturales, en Brasil nunca se intentó algo semejante.

El Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil fue producto de una clase obrera militante, que primero luchó contra la dictadura militar (1964-1985) y luego contra las décadas neoliberales que siguieron. A comienzos de los años 2000, Lula, un líder sindical que entró en política tras forjarse en las luchas contra la dictadura, aún afirmaba querer construir el socialismo. Sin embargo, estos sueños se enfrentaron a dos obstáculos fundamentales. En primer lugar, a medida que el Partido de los Trabajadores gobernaba, los antiguos organizadores sindicales se fueron integrando en la burocracia e incluso en la gestión del poder económico sin vacilar. Con el paso de los años, desarrollaron una mentalidad conservadora en lugar de una revolucionaria. Sobre todo, mientras la economía occidental se estancaba debido al aumento de los precios de las materias primas, los BRICS aprovecharon esta oportunidad para beneficiarse de un cómodo crecimiento económico. De este modo, los objetivos a largo plazo de una economía sostenible y de un mayor control de los trabajadores fueron reemplazados progresivamente por la distribución de los ingresos de exportación entre los sectores más pobres.

Si bien esta estrategia fortaleció el apoyo y el prestigio del PT entre los más pobres, no logró organizarlos; de hecho, contribuyó a la desmovilización de su propia base trabajadora. A pesar de algunas medidas favorables al medioambiente, la continua dependencia de las exportaciones basadas en la agroindustria también amplió la brecha entre el PT, por un lado, y los pueblos indígenas y el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST), por otro. Al perder su capacidad de movilización en la década de 2010, el PT comenzó a reproducir las dinámicas del chavismo, aunque con un matiz de centroizquierda. Sin embargo, a diferencia de Venezuela, la caída del PT no se debió a un embargo estadounidense, sino a la baja en los precios de las materias primas a mediados de los años 2010. La presidenta Dilma Rousseff, que no tenía otro poder más que distribuir el excedente de las exportaciones a la población, perdió legitimidad cuando esa fuente de ingresos se redujo. Un simple golpe institucional fue suficiente para expulsarla del poder.

Hoy en día, el rechazo a Bolsonaro y la restauración del consenso democrático permitieron el retorno del PT al poder en 2022, como dos décadas antes, pero sin la promesa del socialismo. Esta vez, sin una base organizada y en un contexto de moderados precios de las materias primas, el poder exportador de Brasil ha perdido su brillo. Y si fuera necesario, el peso de la burguesía dentro de la nueva coalición del PT probablemente impedirá cualquier iniciativa ambiciosa en favor de las clases populares.

Hacia una organización del siglo XXI

Tanto en Europa como en América Latina, los experimentos «populistas» han enfrentado serios obstáculos.

Los casos de Syriza (Grecia), el MAS (Bolivia) y el PT (Brasil) demuestran que el principal desafío no es simplemente acceder al poder: la cantidad y la fuerza de las organizaciones de masas comprometidas con el proceso de transición son igual de cruciales. Si bien los instrumentos del Estado pueden ser utilizados, los marcos neoliberales de la economía global representan obstáculos que, tarde o temprano, pondrán en aprietos a los liderazgos populistas sin una base organizada.

Por supuesto, aún queda mucho trabajo por hacer antes de que las fuerzas de izquierda comiencen a «llegar al poder». A excepción de algunos países como Brasil, Bolivia y Grecia, la influencia corruptora de los espacios de gobierno sigue siendo demasiado lejana como para que la izquierda pueda siquiera soñarlo. Sin embargo, los límites de estas experiencias obligan a reflexionar sobre el retorno de la clase como sujeto político y sobre el partido de masas como forma de organización.

En resumen, nos encontramos en un estado de desorientación general. El desvanecimiento de las «revueltas sin líderes», la derrota (en Europa occidental y Estados Unidos) o la degeneración (en Venezuela) del «populismo» han aumentado la desmoralización de la izquierda. No obstante, conviene recordar que la situación actual de la izquierda es mucho mejor que en la década de 1990, cuando parecía condenada a elegir entre la expansión de los «nuevos movimientos sociales» y un neoliberalismo de izquierda. Las revueltas «sin líderes», la explosión «populista» de izquierda y, por supuesto, la crisis del imperialismo han vuelto a situar la contestación al capitalismo en la agenda política.

Sin embargo, surge otro problema: ante la persistente desorganización de la izquierda, es ahora la derecha anti-establishment la que logra (de manera superficial y temporal) encarnar la alternativa. Si la izquierda no logra superar su desorganización, la nueva derecha radicalizada puede llevar a la izquierda, a la humanidad y a la naturaleza a la extinción total.

Una salida solo es posible con una estrategia que alimente los espíritus «anarquista» y «populista» de hoy en una organización de clase seria y un trabajo revolucionario de cuadros. El «después» en el título de este artículo no significa que hayamos dejado atrás las dinámicas anarco-autonomistas y populistas. Pero sí subraya que estas ya no son los «momentos principales». Necesitamos una nueva concepción de organización que abrace el espíritu libertario de los levantamientos sin líderes, la diversidad de los nuevos movimientos sociales y su búsqueda de autonomía, así como el pragmatismo cargado de emoción del populismo de izquierda, pero que los sitúe sobre una base de clase, organizativa e ideológica muy sólida.

La renovación ideológica y organizativa en curso dentro de algunos círculos que han aprendido las lecciones necesarias de la pérdida de posiciones en Bolivia y Brasil, así como las nuevas búsquedas dentro del movimiento socialista estadounidense, ofrecen cierto optimismo sobre la posibilidad de que emerja esta concepción de organización.

Artículo originalmente publicado en Lefteast: Left parties after leaderless revolutions and populism – Lefteast y antes, en turco, en  Ayrıntı Dergi.

Cihan Tuğal es profesor en el Departamento de Sociología de la Universidad de California, Berkeley. Sus estudios se centran en tres dinámicas interconectadas:

  1. La generación y destrucción de comunidades, medios de vida y territorios por parte del capitalismo.
  2. La implosión de la democracia representativa.
  3. La crisis de la ética liberal.

Su investigación actual se enfoca en el populismo global, la derecha radical y el neoliberalismo.

Además, ha iniciado un proyecto en equipo para estudiar la crisis ecológica del capitalismo, con especial énfasis en el papel de las luchas laborales y comunitarias en el desarrollo de energías sostenibles.

BIBLIOGRAFÍA

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Tuğal, C. (2024). “Democratic Autocracy: A Populist Update to Fascism under Neoliberal Conditions.” Historical Materialism. Publicado en línea antes de su impresión. https://doi.org/10.1163/1569206x-20242360.