…a la luz de la sociología, de tres Francias legislativas y de la victoria de Petro en Colombia.

Debacle, depresión, desastre y otras palabras con D inundan las redes sociales de los que nos movemos en el ámbito de la izquierda. También nos ha llegado algún nacionalista-indepe muy satisfecho con el resultado, que vendría a probar que Andalucía (la región española por antonomasia en ciertos imaginarios) va por derroteros diametralmente opuestos a los de Cataluña. Y cierto es que, cuando España vota a las derechas (esto incluye, huelga decirlo, al PNV o a Junts…), deja de parecer un país y empieza a parecer tres, y que sólo parece políticamente homogéneo cuando vota a la izquierda. En todo caso, nuestro es el deber de analizar lo que ha pasado y tomar buena nota de las pistas que da el fenómeno electoral, como buenos entendedores.

Empecemos, como siempre se debe antes de decir (¡ni pensar!) nada, mirando la participación. Desde aquellas elecciones de 1996 en las que participaron un 77,9% de los andaluces, se han perdido más de 600 000 votantes. Si a ello añadimos que el censo actual es considerablemente mayor que el de entonces, el 58,3% de participación alcanzado el pasado domingo, apenas superior al de 2018, es estremecedor. Podríamos incluso decir que lo más escandaloso de estas elecciones no es lo que cambia respecto a 2018, sino lo que sigue igual.

Respecto a lo que ha cambiado, también es considerable, puesto que las derechas han ganado de conjunto unos 388 000 votantes, mientras la izquierda ha perdido unos 263 000. El escenario es obvio: el PP ha adoptado un discurso moderado y poco ideológico, lo que le ha permitido compensar más que sobradamente los 97 000 votos que puede haber perdido por la derecha (son los que ha ganado Vox) haciéndose con el grueso del electorado de Ciudadanos e incluso, seguramente, con la mayoría de los 127 000 votos que ha perdido el PSOE, y puede que con más, si es que el PSOE ha captado parte de los 136 000 votos perdidos por eso que ahora son dos partidos a su izquierda.

Todos estos datos llevan a una conclusión fuerte, que es la de un movimiento tectónico del electorado andaluz, que bien puede ser representativo del resto de España. Hasta ahora, la dinámica andaluza, como la española, era la de una abstención de izquierdas. El efecto era mecánico: si la participación era alta, la izquierda ganaba. Esta vez tenemos indicios de que esa dinámica, que ha determinado durante décadas la vida política española, está tocando a su fin. Antes, a escala nacional, el PSOE perdía elecciones cuando tres millones de votantes de izquierda desencantados decidían abstenerse. Las ganaba de nuevo cuando estos tres millones de votantes recobraban la motivación tras un escarmiento en forma de gobierno del PP. Entre tanto, el PP apenas oscilaba en medio millón de votantes entre sus picos altos y bajos. Dicho de otro modo, los votantes ganados por la derecha eran muchos menos que los votantes perdidos por la izquierda. Simplemente, la derecha española era socialmente minoritaria, y no tenía potencial de crecimiento.

Y esto es lo que parece haber terminado. Esta vez, los votos ganados por la derecha son superiores a los perdidos por la izquierda, al tiempo que la alta abstención parece perennizarse. Los 600 000 votantes que, desde 1996, han ido a la abstención, ya no son esos electores de izquierdas desencantados con la política del PSOE. Los 26 años que han pasado hablan de un fenómeno más profundo, y más bien alarmante. Ya no está claro a quién votarán el día que decidan hacerlo.

Lo que es peor, esta incógnita no lo es tanto si tomamos como índice los movimientos que ha habido entre los que sí han votado. La extrema homogeneidad del resultado electoral en Andalucía, con resultados prácticamente calcados -salvando, obviamente, las proporciones- en cada una de sus ocho provincias, induce a pensar que dicho resultado es el reflejo de tendencias profundas. Es obligado, tras cada elección, detenerse un rato en observar los gráficos de sociología electoral que proporcionan páginas como epdata o eldiario. Si miramos el perfil del electorado de cada partido, aparecen tres variables claras.

1. La persistencia de una correlación entre bajos niveles de renta/estudios y voto al PSOE. La idea tan extendida —y difundida— entre la izquierda de que «el populacho vota a la derecha» era y sigue siendo una fantasía. Basta moverse un poco por las redes sociales después de cada elección para ver insultos al pueblo que, cuanto más borrego se lo pinta, más acento andaluz se le atribuye (por ejemplo, un meme hablando de recortes en sanidad con el rótulo «yo zoy epañó, epañó»). Pues bien, no es cierto: cuanto menor nivel de renta, de estudios (¡y cuanto más andaluz!), el español vota al PSOE, no a la derecha. Es necesario repetirlo, porque entrará por un oído y saldrá por otro. En España, las clases populares no se distinguen por votar a la derecha, sino al contrario. Al menos de momento. Eso sí ocurre en otros países, sobre todo en la vecina Francia donde el voto a Le Pen es netamente obrero, incluso más de lo que llegó a ser nunca el voto comunista en su momento. En España, recalquemos, eso no ocurre… pero puede empezar a ocurrir más pronto que tarde, porque la correlación, aunque persista, muestra cierto desgaste que irá a más. Lo que nos lleva a otra variable patente:

2. El voto a la izquierda del PSOE, es decir, a partidos como Por Andalucía y, sobre todo Adelante Andalucía, se consolida como el voto de más alto nivel educativo. Dicho de otro modo, para simpatizar con el discurso de Adelante Andalucía, hay que haber ido a la universidad, ser joven, venir de una familia con altos ingresos y estar desempleado. Y aquí es donde empieza lo más preocupante, en el divorcio absoluto entre esta izquierda y el voto de clases populares, que ha pasado de ser noticia a ser un tópico —no por ello menos real— ante el cual sonroja no ver ningún tipo de revisión de los discursos políticos, de esfuerzo de adaptación o, siquiera, de interrogación sobre su obvio sesgo sociológico. Esto es tanto más alarmante si contemplamos la siguente variable.

3. El voto a Vox deja de ser un voto caracterizado por rentas altas y se vuelve un voto transversal. Vox ha dejado de ser el desprendimiento del sector más derechista y pudiente del PP para empezar a captar voto de sectores nuevos. Esto explica la patente immunidad de los resultados de Vox, que incluso suben considerablemente, sin ser afectados por la afluencia masiva de voto hacia el PP. La única determinación fuerte del voto a Vox es la presencia local de inmigración, como ya habíamos visto en una de las regiones de España con más población migrante, Murcia… y como llevamos viendo décadas en Francia.

El ejemplo francés

Todo lo que estamos viendo en Andalucía es el reflejo de una verdadera recolocación ideológica que lleva décadas viéndose en los principales países occidentales. El ejemplo más claro es, como siempre, el de Francia. A mediados de los años 80, un partido xenófobo, extremo y marginal comenzó una subida fulgurante que lo llevaría a dilapidar el sistema bipartidista —cuando, en 2002, fue Jean-Marie Le Pen quien llegó a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales frente a la derecha y no el candidato socialista— y a ser, como lleva años siendo, el partido más votado de Francia. Por supuesto, el voto a lo que entonces se llamaba Front National siempre ha estado fuertemente determinado por la presencia de inmigración. Pero lo más sorprendente no es eso, sino su origen social y electoral: Los nuevos votantes de ultraderecha no eran antiguos votantes de derecha ahora radicalizados, sino antiguos votantes de izquierda (o hijos dellos) e, incluso, de extrema izquierda, caracterizados por su condición de obreros y por un nivel de estudios entre medio y bajo.

Este es un fenómeno que cuesta entender en España, donde el espectro político ha sido, hasta ahora, estrictamente unidimensional —si omitimos los nacionalismos—. Es decir, la transferencia del voto podía ir de extrema izquierda a centro izquierda, de centro izquierda a centro derecha o, como en los comienzos de Vox, de derecha a ultraderecha, pero sin «agujeros de gusano». Si en Francia esto fuera así, Macron —o cualquier candidato que se situara en el centro del espectro— sería realmente imbatible en la segunda vuelta de las presidenciales, puesto que siempre acapararía más voto que su eventual rival: Si este fuera este de izquierdas, las derechas se movilizarían masivamente para preferir, como mal menor, al de centro, y viceversa. Pero esto no es lo que pasa en Francia. Por eso, en las últimas elecciones presidenciales, gran parte de la izquierda tenía ilusión por que llegara Mélenchon a la segunda vuelta: si lo hacía, era previsible que muchos votantes de Le Pen lo apoyaran, y que así derrotara a Macron.

Tres Francias, y ¿la izquierda en el centro?

Lo que pasó este domingo en las legislativas (las otras elecciones importantes en Francia) es bien distinto. Muchos tenían la ilusión de que la candidatura unificada al fin conseguida por la izquierda (NUPES) propulsara a Mélenchon como primer ministro bajo una presidencia (asqueada) de Macron. Ilusión completamente vana, puesto que en las legislativas la segunda vuelta no es entre dos candidaturas sino entre ocho, lo que elimina la posibilidad del efecto transferencia que hemos descrito. El dibujo que queda es el de una Francia triangular, en la que la izquierda comparte con la ultraderecha su proteccionismo social y su soberanismo nacional, y con el centro neoliberal su apertura cultural y su rechazo a la xenofobia. Visto así, la izquierda francesa podría ser, por paradójico que suene, considerada el verdadero centro político, y la oposición más frontal se encontraría (como todas las investigaciones señalan) entre Macron y Le Pen, los que no comparten nada ni ideológica ni sociológicamente.

Sin embargo, hay que tomar conciencia de que todo el bloque de izquierda, que antaño representaba grosso modo a la mitad del electorado, ha pasado en Francia a apenas un tercio. El ascenso del Front National dejó a la izquierda sin sus clases populares y la sumió en décadas de impotencia. Dado que el Front National no ha podido gobernar nunca, podemos considerar su existencia como una neutralización del voto obrero. Las clases populares quedan excluidas del juego político al afluir masivamente a un partido que no gobierna. El resultado de esta exclusión es una política neoliberal continuada e inamovible y un debate público vacuo que cada vez menos gente se digna a escuchar, sobre todo entre la población joven.

Hay tres Francias y la izquierda está en el centro pero, no obstante, la de Macron tiene siempre las de ganar. Y no por ser el favorito de los media y de las rentas más altas sino por serlo, ante todo, de los jubilados en una sociedad donde los jóvenes votan cada vez menos. En la primera vuelta de estas elecciones legislativas, el 75% del grupo etario de entre 18 y 24 años no fue a votar. El peso demográfico cada vez más aplastante del voto de los jubilados —por definición un voto continuista, conformista y de alta participación— en decisiones de calado que no les llegarán a afectar a ellos, está llevando a muchos a proponer en Francia la pérdida del derecho a votar a partir de cierta edad «del mismo modo que tampoco votan los menores de 18 años».

Así nos habla el ejemplo francés. Las alarmas están sonando en España. La cada vez más patente incapacidad de los que están a la izquierda del PSOE para atraer a los votantes de clases populares plantea muchas preguntas. Algo se está haciendo, o diciendo, muy, pero que muy mal, y tamaña desafección no se explica por la tan invocada «estupidez de las masas» ni por el poder de la propaganda mediática. ¿Por dónde reaparecerán esos votantes? ¿Cómo atraerlos? Preguntas de difícil respuesta que requieren un análisis más profundo. Pero la interrogación ya es algo.

Tres enseñanzas de Colombia

Queda tomar nota de las elecciones colombianas, donde ha atraído masivamente el voto joven un candidato que

– Ha centrado su campaña en cambiar de modelo productivo hacia más conocimiento, y de atajar la corrupción, temas transversales que recuerdan al primer y exitoso Podemos.

– Ha señalado como prioridad la lucha contra el hambre, problema todavía grave en Colombia. Podemos extrapolar fácilmente a España el problema del desempleo, tratado en los debates políticos como un tema más y, a veces, ni eso, cuando lleva décadas apareciendo obstinadamente como la preocupación número 1 de los españoles.

Ha adoptado un tono conciliador, de superación de divisiones, casi amoroso con la oposición, que hasta ha suscitado el acatamiento del siempre nefasto Álvaro Uribe. El contexto colombiano es particular. Colombia está dejando atrás décadas de guerra, y su sociedad civil está haciendo progresos de gigante, empezando por el aumento de su nivel educativo, en un país que ya es lo bastante decente como para que su población se indigne por la brutalidad policial. No obstante, el éxito del discurso conciliador no deja de ser interesante en el caso de España. El éxito de la actitud afable y sosegada que ha adoptado Juanma Moreno durante la campaña andaluza viene a corroborar lo que varios estudios vienen mostrando estos últimos años: el hartazgo de la sociedad española ante la crispación política, siempre magnificada por los medios que, por ejemplo, sólo muestran el Congreso de los Diputados en los momentos de mayor y más estéril bronca.

Concluyamos pues, para dejar una nota final simple, que esta crispación puede ser una clave fundamental de la estampida electoral hacia la abstención… y esta, la antesala del voto antipolítico.