Cada cierto tiempo, los españoles nos encontramos sin quererlo en una situación desquiciada y desquiciante en la que la cuestión nacional ha borrado del mapa todo debate sobre los recortes, la corrupción, la fuga de cerebros, la precariedad, los desahucios y otras cosas que no se nos ocurren, ni hay espacio para que se nos ocurran. Parece que hemos entrado en un círculo vicioso en que el politiquerío más oportunista tiene la clave para copar toda la actualidad sin exponerse a un solo rasguño. Con la cuestión nacional nos estamos empezando a situar a medio camino entre el villarriba/villabajo tan nuestro y esos nacionalismos balcánicos sanguinarios y esperpénticos a la vez. Es cierto que los Balcanes quedan aún muy lejos, pero también lo es que el temita es una mina de oro para demagogos de ambas canchas, porque es incombustible, inagotable, y se retroalimenta.

La idea de España es, sin duda, problemática. En ella conviven difusamente enmarañados el Imperio español, los nacionalismos separatistas, la leyenda negra, 1492, el Siglo de Oro, la Edad de Plata, el carlismo, la Pepa, la República Española, el franquismo, dos banderas, un himno sin letra, la reconquista, la conquista, una provincia romana, Al Andalus, Sefarad, los Reyes Católicos, Jaume, Alfonso, Sancho, la lengua española, o castellana, las regionales, Espanya, Espaina, la península ibérica, lo ibérico, lo celtibérico, Íber, el Ebro, los Visigodos, lo español, lo hispano, lo hispánico… y nada que tenga la fuerza histórica suficiente para ponerlos en orden alguno, si ello fuera posible.

España es, pues, un galimatías, un problema. Olvidado hoy día, desgarrado entre una dilución europea a la que se aferra todo bicho viviente al sur de los Pirineos, y unos nacionalismos regionales ante los que sólo cabe el enmudecimiento. Porque, como decía Gil de Biedma, de todas las historias de la Historia, la más triste es sin duda la de España, porque termina mal… . Menos reivindicable pero casi más certero, Cánovas decía “español es el que no puede ser otra cosa”. Ortega y Gasset, más cutre, que “España es el problema y Europa la solución”. Y hoy día el europeísmo sigue casi intacto, triunfante entre la población. Se tilda de españolista a gente como Rajoy, el presidente que quedó imbécilmente pasmado diciendo: “… ¿y la europea?”.

Sacando estas miserias del cajón, aparece insospechada una constatación: el independentismo catalán es algo muy español. Como Cánovas. Como Ortega. Es la pulsión por agarrarse a cualquier otra etiqueta identitaria que permita decir que aquí no ha pasado nada, que España son otros, y pelillos a la mar. También existe la vía, mucho más sana, del universalismo, a lo Trueba: España no me concierne, soy ciudadano del mundo. Con rectificación posterior, que al fin y al cabo, de algún sitio tenemos que ser.

¿Qué le pasa a este lugar del mundo, que no puede decirse a sí mismo? Algunos empiezan a sacar a la luz la leyenda negra, cosa muy cierta y necesaria, pero que sólo da una parte de la explicación, una parte francamente insuficiente a día de hoy. Porque el problema va más allá de sentirse culpable como español por un genocidio que en realidad fue obra de la viruela o, si se quiere rascar más, de los antepasados de los criollos americanos de hoy. Es un problema de identidad.

La sociedad de hoy está llena de ingenuos que consideran esto de la identidad como un problema menor, secundario. Que se han creído el cuento de la globalización. Que en el fondo se unen a Rajoy balbuceando ¿…y la europea?. Que hay problemas más graves, más urgentes. Y claro que los hay, y muchos, pero también es cierto que, sin identidad, son muy difíciles de resolver. Poniendo una metáfora individual, no es cuestión aquí del problema de opresión que tiene el obrero explotado, el camarero licenciado precario o la madre que se enfrenta al desahucio. Se trata de cualquiera de ellos entrando en el manicomio por no saber quién es ni para qué vive.

Siempre han dicho al otro lado del Atlántico que «el pueblo unido jamás será vencido». Sabia liturgia. Pero “el pueblo” en abstracto existe en todas partes, es decir en ninguna. Por otro lado, no se puede estar «unido» sin un significante, como mínimo. Se reprocha mucho a la izquierda haber cedido generosamente el significante «España» a la derecha. Y no falta razón en ello, cuando vemos en la izquierda más militante expresiones neuróticas como “en todo el Estado”, refiriéndose al territorio como “el Estado”, como si esto fuera Alabama. Violentando la lengua castellana, u otra: el camelo se puede repetir en catalán sin ninguna dificultad. Sin embargo no hay testimonio de ningún eufemismo parecido en los países vecinos. El Estado francés, o el italiano, o el portugués, son eso, Estados, la administración, las instituciones, los funcionarios, la entidad jurídica del país, muchas cosas, pero no el territorio, ni mucho menos, el país.

Así que sí, es cierto, cuando España se convierte en el Estado español solemos estar ante un artificio insoportable cuya única explicación está en la huída del significante tiñoso, casposo, ofensivo. En una palabra, problemático. Pero es falso que la culpa del tabú esté en la izquierda, o en la leyenda negra. Ni siquiera está ya propiamente en la derecha.

El tabú viene de un muerto que llevamos décadas escondiendo, el que nos está llevando a la esquizofrenia, el que protegemos cada vez que hablamos, no sólo desde la derecha, sino también desde la izquierda o desde el independentismo. Ese muerto sigue reverenciado en el Valle de los Caídos aunque ya no esté allí, y frente a él, las decenas o cientos de miles de muertos que siguen por las cunetas. Franco, ese hombre, el que mutiló salvajemente al país de sus fuerzas más vivas y avanzadas, superando a todas las dictaduras del Cono sur juntas. El que doblegó la voluntad del pueblo español contando con el decisivo apoyo de aviones y soldados extranjeros. El que retrasó su victoria adrede para poder exterminar a rienda suelta hasta dejarnos siendo el país con más desaparecidos después de Camboya. Y no sólo somos el único país sin himno, el único país anoréxico en los huesos del “Estado”, y el país con más desaparecidos. Somos también el único que no ha juzgado a uno solo de sus represores. Y no hay libro sobre la leyenda negra que nos vaya a quitar esa losa de encima.

Lo más estúpido es que esa losa, por lo demás, no nos la merecemos. De hecho, uno de tantos favores que se le hacen al sanguinario dictador, y desde todos los rincones ideológicos, es la cantinela diabólica de que murió en la cama. El pueblo español votó en 1936, puso cientos de miles de muertos, aguantó numantinamente contra el eje, mientras Inglaterra y Francia apenas se movieron, y cuando lo hicieron fue para ayudar pasivamente a los golpistas. Y aun así no bastó: Tras la victoria fascista, España se llenó de guerrilleros. Alguno de ellos me ha contado que, tras la derrota de Hitler, incluso los dejaron de perseguir porque los guardias civiles se temían un cambio de régimen inminente. Pero lo que llegó con la victoria aliada fue, al final, la palmadita en la espalda al fascismo español, y ahí se quedaron los guerrilleros, esperando el fusilamiento, y alguno que otro consiguiendo escapar al exilio, donde no se le esperaba con los brazos abiertos. Sí, el dictador sanguinario murió en la cama pero ¿qué más querían que hiciéramos?

Y se llevó el significante. Visto bien ¿qué otro escudo podrían levantar los fascistas? Sus discursos se caracterizan siempre por un fetichismo de los significantes identitarios. No les gusta España, les gusta la bandera de España, o la palabra España. El país es una noción que no existe en sus mentes. En la terriblemente humana película This is England, cuyo título encierra ya toda la contradicción, se cuenta el surgimiento del movimiento skin, con la escena de un mitin ultraderechista donde el orador se refiere a Inglaterra como “mi palabra favorita del diccionario”. Llevar una bandera nacional en una pulsera o en un parche de la chaqueta no hace fascista automáticamente, pero sí que es síntoma más o menos inequívoco, de derechilla rancia (y no por ello sanguinaria). Y eso no es sólo aquí, también en Italia e incluso en Francia. Quizás sea algo universal, que debería hacer pensar un poco a los estelados e ikurriñados de hoy.

Ahora bien, una cosa es la afición derechista a los significantes y, otra, el rechazo radical o moderado, a ellos. En nuestro país, va incluso más allá del tabú, como se ve claramente en el fervor desenfrenado contra la “Marca España”, o en la infalible, sarcástica y cínica mención al futbolero “Yo soy español…” (de preferencia, con acento andaluz) al comentar cualquier calamidad social. Es una forma de fetichismo invertido, quizás relacionado con un izquierdismo que se define por mera negación de la derecha, y que no piensa tampoco mucho en el país ni en el mundo, ni siquiera en el Franquismo, sino ante todo en el PP y en Vox. Por cierto que (duele tener que decirlo) por abominable que sea el PP, compararlo con el Franquismo es, aunque exista una obvia relación de continuidad, hacerle al generalísimo un impagable favor: Rajoy no tiene muertos ni cunetas.

Y esta “España”-fobia sí que nos hace distintos de nuestros vecinos. Los significantes nacionales que apasionan a la derecha, allí no espantan necesariamente a la izquierda. No entusiasman pero tampoco repugnan, como expresaba Isabel Coixet. Pero claro, ahí se quedó casi cuarenta años y tantos muertos “España”, pudriéndose en el Arriba España, en el Una, Grande y Libre. Y ahí cambió la cosa. Ése es el mayor favor histórico imaginable al caudillo, quien no es que muriera en la cama, sino que se fue de rositas por la Historia siendo asociado ni más ni menos que con España misma. Hasta entonces, la palabra España estaba constante, banal y naturalmente en boca de la izquierda, de la Pasionaria, de Alberti, de Miguel Hernández.

Tenemos que volver a saber quiénes somos, o al menos a poder llamarnos, a decir que somos quien somos. No se trata del mantra de «conocerse a sí mismo», o siquiera de «conocer la historia para no repetirla». Se trata de poder ser un pueblo, de poder tener un nombre, de poder hablar.

Y ¿cómo llamarnos quienes somos? Según Emmanuel Todd, antropólogo e historiador eminente y mediático en Francia, la sociedad española, como pueblo latino y de origen católico, tiene la particularidad de estar culturalmente estructurada desde hace siglos en torno a los valores de libertad e igualdad. Traduciéndolo a nuestro asunto, la conclusión es clara: La idea de España no puede ser asumida con plenitud por su población si no es una idea emancipadora.

Quizás esto mismo lo pensaron ya, no es casual, los de las Cortes de Cádiz, que fueron quienes inventaron el sintagma “Nación Española” contra el poder del Rey. Una idea liberadora, justiciera de país, incompatible con “la reserva espiritual de Occidente” franquista. Por algo seremos el único país latino del mundo que aún tiene una monarquía (con permiso de Bélgica, que sólo es latino a mitad). Por algo son los independentistas los más aficionados a la expresión “Reino de España”, y por algo los demás apenas nos acordamos de que ése es el vergonzante nombre oficial del país.

Respecto a Franco y a las cunetas, no se trata de resucitar fantasmas inútilmente. Después de todo, poner las cosas en su sitio nos saldría bastante barato. Siendo pragmáticos, estamos padeciendo la ignominia sólo para salvar el pellejo a los cuatro vejestorios extorturadores que pueden quedar vivos hoy. El significante España tiene una mancha fétida llamada franquismo, pero es una mancha, y las manchas se pueden lavar. Al principio muchos creyeron que era sólo cuestión de caspa, y que con la Movida ya se quitaba, pero no es así. De hecho el independentismo lleva décadas diciendo que no es una mancha, que es una oscuridad congénita, un hedor estructural. Y la verdad es que lo podrán seguir diciendo mientras no llegue alguien y la limpie de una vez. Cuando la quitemos, quizás, España podrá tener un himno, y su estribillo bien podrá ser…

A la calle, que ya es hora

de pasearnos a cuerpo

y mostras que, pues vivimos

anunciamos algo nuevo

Gabriel Celaya, España en marcha