«No tiene sentido reflexionar sobre los zapatos, decía uno de mis amigos. A mí sin embargo, siempre me ha gustado mirarlos y reflexionar sobre ellos. Tengo la idea de que las cuestiones más complejas se podrían comparar con los zapatos, y quizás por esto los zapateros son tan a menudo filósofos». H. G. Wells, célebre novelista británico de prodigiosa imaginación firmó un artículo que se hizo justamente popular llamado «Miseria de los zapatos», en el que con detallado análisis retrata las injusticias sociales de su tiempo a través del calzado y las malformaciones que su mal uso o mala calidad produce en los pies. H.G, Wells fue un socialista fabiano o socialista «conservador» que anhelaba cambios profundos, pero paulatinos, pues temía sabiamente a las revoluciones por su estela de violencia y sangre y por su tendencia probada a devenir en regímenes aún peores de los que surgieron. La historia, de momento, parece darles la razón a los fabianos.
Donde vivo, el calor tarda en marcharse y lo hace con la resistencia de un terrorista atrincherado. Tenemos muchos veranos después del verano, adjetivados con nombres de santos, cada vez más alejados del verano real. Me pregunto si Murcia no tendrá denominado un maldito verano navideño como el que sufrí en 2019, con mi hermoso abrigo inútilmente colgado de mi brazo a modo de mandil. El frío acaba llegando todavía, cada vez de forma más brusca y tardía, como empujado por una legión de antidisturbios. La vestimenta va cambiando como manda la necesidad, pero hay quien parece ajeno a estos cambios. Unos cuantos de mis vecinos subsaharianos usan las mismas chanclas baratas todo el año. Podría suponer que el rigor del frío no es tanto por estas latitudes, yo mismo tardo en sentirlo después de haber vivido en Europa del Este varios años. Ver ropa congelarse en el tendedero o pasar por una temperatura atmosférica inferior a la de mi congelador doméstico permitiría a cualquiera la ilusión de vivir en una primavera permanente por estos pagos. Pero me extraña que quienes vienen de regiones del globo no precisamente frescas tengan ese desprecio hacia el frío. Cuando el mercurio baja, observo que añaden unos calcetines de lana a su calzado veraniego. Otros llevan bien acabada la jornada laboral unas botas pesadas de trabajo, aún con un barniz de barro adherido. Son los zapatos que cualquiera arrojaría lejos a la menor ocasión si tuviera que llevarlos durante un largo y extenuante día de trabajo. Si aún los finos castellanos de un oficinista son una tortura tras mucha tarea, no quiero pensar en un día completo con ese complemento apto para un paseo lunar.
Estas excentricidades pueden entenderse cuando nos planteamos su posible alternativa: salir a la calle descalzo. No está hecha la ciudad actual para emular al simpático Huckleberry Finn, aunque parece que las condiciones de vida de una parte creciente de la población sí empiezan a parecerse a las de los lejanos tiempos de Mark Twain. En este viaje de vuelta al siglo XIX en que nos hemos embarcado en los últimos años de acumulación de capital y desigualdad el opúsculo de Wells vuelve a cobrar vida tristemente.
¿Cuántos pares de zapatos tenemos? Los de estar en casa en invierno, los de andar por casa en verano, los de ir a la playa, los de fiesta, los de diario, los buenos para bodas y entrevistas de trabajo, los de deporte, los que están viejos pero aún aguantan, los que apenas me pongo porque no me combinan con nada… Pensemos un momento en la aterradora opción de solo disponer de un par para cualquier circunstancia. Pensemos ahora que ese par fueran no los socorridos tenis que nos harían parecer otro adolescente, escuadrón de soldaditos siempre en chándal y deportivas, sino cualquier otro tipo mucho más inadecuado.
La famosa ley de hierro o de bronce de David Ricardo sobre salarios establecía un mínimo sociofisiológico al entender que no basta con sobrevivir, sino que hay unas necesidades sociales o culturales más allá de la subsistencia como organismos vivos, que nuestro sueldo debe cubrir. Por lo visto hasta el liberal clásico Ricardo es demasiado laborista para los tiempos que corren. Con menos aparato conceptual a esto solíamos llamarlo «dignidad». Creo que no voy a encontrar a nadie que me recuerde a Tom Sawyer, pero sí encuentro a muchos que me recuerdan a Jim.
Una vez, de niño, se me hizo un inoportuno agujero en el zapato y mi madre me dijo que debía esperar a primero de mes para comprarme unos nuevos porque estaba justa de presupuesto, lo que me irritó mucho. Faltaban apenas unos pocos días. Tengo la sospecha de que algunos de mis vecinos llevan años, quizá toda una vida viviendo a fin de mes.
Fotografía de Raúl Balí