La noche del domingo 26 de mayo de 2019, daban en la Sexta una cobertura al minuto de los resultados de las elecciones municipales, autonómicas y europeas. La pantalla bullía de cifras circulando, colores, porcentajes e imágenes simultáneas de los periodistas en el plató y de algunos de los personajes de la noche electoral. Ininterrumpidamente sonaba una melodía trepidante de fondo, como en una persecución de Hollywood, junto a otras tretas, de esas que denuncia Peter Watkins, diseñadas para abducir al espectador.

Los resultados de las europeas aparecían en la parte superior de la pantalla, de forma permanente. Habiendo visto las intenciones a la realización del programa, que buscaba el dato al minuto, sedienta de información con la que entretener sentada a la audiencia, lo normal sería también que la cobertura de las europeas fuera un baile de números que suben y bajan, de imágenes distintas, como se hacía con las autonómicas y municipales. Pero no. Los resultados de las europeas apenas se movían un poquito, cada tanto, dando lugar a algún que otro comentario de los «expertos» del plató. Que si PSOE saca tanto, que si PP queda por detrás, que si Ciudadanos, que si Podemos ¡ay!… En ningún momento, durante toda la noche, se habló del resultado a nivel europeo de las elecciones, de los resultados en otros países, de las consecuencias para la UE o de cualquier otra cosa que no fuera el cuadrilátero político español .

Uno puede culpar entonces a la cadena seis por su falta de espíritu europeo. Pero viendo cómo todo estaba tan medido para cautivar al espectador, la ausencia del asunto europeo en la cobertura de las elecciones nos remite necesariamente al desinterés de la audiencia: El Parlamento Europeo no vende en España. Si no culpamos a la Sexta, entonces habrá que culpar a los españoles, que son un pueblo de catetos, o de pandereta, aislado del mundo, etc. ¡Con lo importante que es el Parlamento Europeo!, ¡la cantidad de cosas que se deciden allí!

No obstante, reprimámonos por un momento el malditismo español. La verdad es que este desinterés por la cosa europea no es patrimonio exclusivo de los españoles. Es cierto que hay países donde las cuestiones de la UE ocupan una parte mayor del debate público. Pero también lo es que suelen ser países donde la UE goza de mucho menos aprecio entre la población. Y es que, en apreciar a la UE, nadie gana a los españoles. A pesar de que no quieran saber nada de lo que pasa allí. En Francia, en cambio, la noche del domingo había una pequeña tertulia, bastante tranquilita, sin música ni nada, en la tercera cadena. No arrasó en audiencia, desde luego, pero alguno la vería. En todo caso, el partido ganador había sido el Rassemblement National de Marine Le Pen. Visto el ejemplo francés, mejor es vivir sin pensar mucho en la UE.

Llevamos décadas hablando de una democracia a nivel europeo, de democratizar la UE, de acercarla a los ciudadanos que no entienden su importancia… La cosa está adquieriendo ya un carácter litúrgico, y bien podríamos empezar a decirlo en latín. Ya hace algunos añitos desde que la «Constitución Europea» fuera rechazada por los pueblos francés y neerlandés en sendos referéndums y les fuera impuesta de todas maneras bajo el nombre de Tratado de Lisboa (esa vez, sin referéndum). Por no hablar de cómo le fue al referéndum griego contra la austeridad… en fin, para qué explayarse. Todo el mundo sabe que la UE no es democrática, aunque la mayoría vivan en la ilusión de que eso se irá arreglando. Nada nuevo por aquí.

La constatación es casi obligatoria: viendo la ausencia total de la UE y sus asuntos aquella noche electoral televisada, habiendo pasado tantos años desde que tenemos Parlamento Europeo y decidiéndose tantas cosas allí, hablar del deseable acercamiento de la UE a la sociedad suena cada vez más fantasioso. Pero es una fantasía tan pétreamente persistente que hace pensar, no en un rumbo lejano sino en un puro autoengaño, en una necesidad ideológica, moral. Bruselas se parece cada vez más al Vaticano de antaño, cambiando el latín por el inglés y los cardenales por comisarios, pero manteniendo el oscurantismo y el paneuropeísmo. Se diría que, aunqueno nos interese demasiado, los españoles necesitamos a la UE en nuestro mapamundi mental, como si la vida no tuviera sentido sin ella. Como antaño sucedía con el crucifijo en el salón, los españoles queremos que esté ahí pero, con sana hipocresía católica, nos vemos incapaces tanto de entusiasmarnos como de indignarnos o siquiera reírnos con la UE. Y, por supuesto, de juzgarla.

España -como otros PIGS- llava años convertida en un país de hoteles playeros, tomateras, pensionistas, desempleados y jóvenes que o no tienen hijos o emigran. Todo está bien. Será culpa nuestra que somos un pueblo de vagos, como dicen las derechas, o será culpa de algunos sinvergüenzas como dicen, con más tino, las izquierdas. Pero desde luego la UE, el euro y el acaparamiento económico alemán no tienen nada que ver. Seguro. En todo caso, imposible hablar de ello. En España, nadie quiere oír hablar mal, ni bien, de la UE. El bostezo es inmediato.

Estando así las cosas, empieza a hacerse evidente, no ya que la UE no puede ser democrática, sino que es la democracia misma la que no puede ser europea. Miren la tele, miren la plaza pública, el debate, escuchen las conversaciones políticas en los bares. Y busquen los asuntos europeos, todas esas cosas que tanto se deciden en el Parlamento, o en la Comisión. Uno no sabe de qué extrañarse más, si de que los españoles no se interesen por la marcha de un proyecto político en el que creen ciegamente o de que crean ciegamente en un proyecto político por el que no se interesan. La única explicación posible es que el europeísmo español es un sentimiento más negativo que positivo, una huida más que una atracción. Una postura de escepticismo ante la democracia, de que es mejor que las decisiones se tomen en otro sitio más serio. Una profunda falta de autoestima.  

Los devotos incondicionales de la UE -que en España son la inmensa mayoría de la población y la totalidad de los partidos- conciben la democracia como una mera formalidad administrativa aplicable a cualquier escala y de la noche a la mañana. Una cosa ahistórica, euclídea, de una legitimidad abstracta e intachable, y no un fenómeno real ligado a la conformación histórica, lenta y dolorosa, de sociedades políticas. Pero la realidad es tozuda: Por suerte o por desgracia, cuando las decisiones más importantes se toman en un ámbito ausente de nuestro mundo, que escapa al juicio público, al interés y al comentario popular e incluso al periodístico, la democracia, sencillamente, no tiene lugar.