Casi todo lo que hoy en día se nos vende en el mundo de la cultura como «independiente» tiene un tufillo peligrosamente pedante: la música, el cine, la literatura… La coletilla de independiente, como la mayoría de etiquetas, es difusa, ambigua, y a veces esconde un esnobismo intelectual que un librero que sobrevive en las trincheras no puede sino identificar como la peor manifestación de seudosuperioridad moral existente. Y es que habría que introducirse en un debate semántico (y bizantino) para saber realmente a lo que nos estamos refiriendo cuando hablamos de cultura independiente. ¿Es la que carece de recursos? ¿Es la que no cuenta con un apoyo mediático masivo? ¿O es la que por sus propias características se sale de lo mainstream y está destinada al consumo de un reducido y selecto público? En definitiva, ¿cultura independiente respecto a qué?

En lo que se refiere a la literatura, y más concretamente al ámbito de la edición, en los últimos años ha irrumpido con fuerza el fenómeno de las editoriales independientes; a saber, editoriales de recursos limitados que apuestan por autores desconocidos y desarrollan una arqueología literaria que desentierra del olvido obras que, por diversos motivos, no han visto la luz en España o han acabado desapareciendo por las despiadadas exigencias del mercado. En este caso, la propia naturaleza del fenómeno parece clara, y su labor, ya sea por obligación (la falta de medios económicos) o por convicción y conocimiento (ahí está el descubrimiento para el público español de autores mayúsculos como Robertson Davies) es agradecida y celebrada tanto por lectores como por libreros. Es decir, que más allá de idealizaciones románticas, estas editoriales son necesarias y hacen bien las cosas. Y todos nos alegramos.

Pero junto a la edición independiente ha surgido también el fenómeno de las librerías independientes, o mejor dicho, de un modelo de negocio que combina la hostelería con la venta de libros, películas, discos y demás oferta cultural digna de ser ofrecida si no junto a un ordinario café, sí junto a un café frappé con muffins, un té polinesio de poderes ecomágicos o un gin tonic con pepinillo y polvo de oro. La propuesta, defendida con orgullo por sus responsables, es clara: lugares de encuentro donde ocio y cultura se den la mano; ir a tomarte un zumo casero mientras hablas de lo humano y lo divino, ves una presentación de un libro o disfrutas de un concierto. Son lo que se conoce como cafés-librerías, que tienen mucho más de lo primero que de lo segundo, y que vienen a ocupar, dicen, vacíos culturales determinados. De ahí que se definan en lo literario como librerías independientes. Porque, como si de una afiliación futbolística se tratara, hay que dejar claro dónde posicionarse.

Si bien esta propuesta de ocio y cultura suena atractiva a priori (y en muchos casos lo es), el hecho de que en la práctica esté mayormente argamasada por el gafapastismo más retropetardo, hace que a uno, librero atrincherado sin independencia conocida, se le active el sentido arácnido. Por supuesto, esta animadversión puede deberse al hecho de vivir (y trabajar) al amparo de la malévola sombra de los imperios galácticos editoriales y culturales, pero cuando escuchas a estos paladines de la independencia literaria enarbolar como bandera librera a una editorial como Anagrama (¿a alguien le suena Feltrinelli?), no puedes por menos que descojonarte.

Quizás la independencia se trate de eso. De vender una moto que ni siquiera sabes conducir pero que la gente quiera comprar. El famoso postureo elevado aquí a potencia literaria. No es nueva la dicotomía ocio-cultura, ni su popularidad, pero quizás sí lo sea esta estupidez que parece envolverla desde que el hipsterismo se ha adueñado de ella.

He leído en una entrevista a un cafetero-librero (se autodenominarán así, ¿no?) que su local, a diferencia de las grandes librerías, es el lugar idóneo para la literatura independiente, dado que ellos se han leído prácticamente todo el catálogo con el que trabajan, recomiendan con más cariño y están en contacto con los propios editores. El hecho de que el que aquí suscribe se mueva con holgada soltura (e incluso por momentos hasta con pasión) en un fondo que ronda los 40000 libros (dato que debería hacer pensar a más de uno que quizá de vez en cuando también en las grandes librerías tratamos personalmente con algún que otro editor), y no solo eso, sino que sea obsequiado regularmente con ejemplares de adelanto de dichas editoriales independientes, me hace responder a tal ingenua bravuconada con otra no menos majadera invitación: aquí os espero, queridos outlaw literarios, dispuesto a confirmar vuestra tesis en un particular O.K. Corral librero. Luego nos tomaremos unos tragos en el bar más cercano. Servirlos correrá de vuestra parte, claro. Yo no me meto en terreno de profesionales.

Artículo procedente de la revista cultural La Soga