La vida siempre acaba ofreciéndole al que escribe la oportunidad de hablar sobre algo que conoce bien y que forma parte de su circunstancia, liberándole de la incómoda sensación de impostarse como experto en todología. Son ocasiones peligrosas porque ese plus de confianza que da la experiencia es un desvío perfecto al área de descanso de la soberbia o el inmovilismo (vulgo zona de confort), pero yo pienso aprovechar la mía. Ya luego alguien juzgará lo escrito.
Parece que en 2023 la Universidad, a la que me dedico hace más de dos décadas, volverá a ser protagonista del debate. Viene el ambiente templándose con cierta carta escrita por un señor catedrático (y sus numerosas réplicas) en la que sugiere que la enseñanza universitaria es un tocomocho muy obvio en el que se troca el aprendizaje por una ilusión engañosa. También es muy probable que la primavera alumbre una nueva ley de reforma universitaria: La LOSU, que será la cuarta de nuestra democracia reloaded. Entre la primera (LRU) y la segunda (la LOU) transcurrieron 18 años; entre la segunda y la tercera (LOMLOU) apenas 6. La aceleración con que se han venido sucediendo estas reformas me hace reflexionar: ¿está la Universidad tratando de responder en una especie de evaluación continua a la mutación gradual del mundo que la rodea o cada vez más expuesta al capricho ideológico del legislador? me temo que ofrecer una respuesta a esta pregunta merece un texto propio y diferente de este que se está escribiendo.
Quería, más bien, apuntar a que las reformas legislativas del sistema universitario parecen responder siempre a una carencia endémica de nuestras universidades: algo que no tenemos, algo que le falta a la Universidad. Pero ahora prefiero más bien que se atienda a otra parte: lo que nos sobra y nadie se ocupa nunca de extirpar para siempre de nuestra cultura académica. Se me podrá objetar que soy subjetivo en mi valoración. Es lo esperable cuando el texto lo escribe un sujeto. A lo mejor una IA lo haría mejor. Mientras la inventan, yo les voy contando.
Para empezar, me resulta muy llamativo (y un mal comienzo) que todo el andamiaje legal y administrativo que se ha construido desde hace al menos dos décadas en torno al mundo universitario se fundamente en la abierta desconfianza en el autogobierno de la institución. Hay poco que discutir aquí: es así respecto del sistema de acreditaciones docentes, que responde a la desconfianza proyectada sobre los concursos de acceso (ay, la famosa endogamia…otro gran tema para un texto con entidad propia) o el seguimiento de los títulos, que al parecer deben ser supervisados para asegurar su “sostenibilidad” y, muy significativamente, la evaluación del rendimiento del personal investigador, al que hay que azuzar a acumular sexenios para que no se nos duerma en los laureles. La naturalización en nuestro contexto de esta desconfianza hacia el mundo académico siempre me ha llamado la atención. Recuerdo vivamente a un otrora todopoderoso Vicepresidente que, refiriéndose al intento de las Universidades de convocar plazas de acceso antes de la entrada en vigor de la LOU, declaraba con desprecio hacia todos los que en aquel entonces nos desempeñábamos como personal contratado que sólo se estaba intentando “colocar a los colocables”. Restos de saldo, le faltó decir. Sí, no nos falla la memoria: es el mismo Rodrigo Rato al que hemos visto entrar en un centro penitenciario (VIP, claro) declarado culpable de un delito continuado de apropiación indebida. A lo mejor la desconfianza es el sentimiento adecuado, solo hay que considerar el sentido en el que deberíamos hacerla fluir.
Tanta reforma acaba por no dar nunca una respuesta satisfactoria a una duradera lacra de nuestro sistema universitario: la precariedad. De los “penenes” a los profesores asociados y de estos a los sustitutos. Es difícil no formarse la impresión de que la pauperización de la enseñanza universitaria no se crea ni se destruye: simplemente se transforma. Cada nuevo input legislativo cierra una puerta a los contratos precarios y el trabajo devaluado para, a continuación, abrir otra en alguna parte. Hoy nuestro sistema universitario contrata miles de profesores que cobran poco, muy poco, y a los que se exige una continua adaptación a nuevas materias, metodologías cada vez más diversas y horarios quijotescos, sin devolverles siquiera en muchos casos posibilidades de promoción. No conviene engañarse pensando que es algo circunstancial o excepcional. La razón por la que la precariedad nos acompaña desde hace décadas está escrita en los engranajes de la propia lógica de gestión de nuestras instituciones académicas. Por un lado, por la nula elasticidad de los procesos de contratación del personal universitario, pero también por las rigidices internas y adherencias del tejido docente que hace de los traslados entre universidades una quimera y liga al profesorado a áreas y departamentos (algo de esto pretende cambiar la LOSU). Añadámosle que este ejército de reserva de docentes precarios es también un subproducto de los privilegios y descargos (también los míos) del profesorado que disfruta de una posición más asentada. Y no acaba ahí. Se habla pomposamente en nuestros tiempos de la “atracción del talento”; el problema es que este talento, para el que se reserva un duro cuello de botella selectivo, debe ser algo muy poco valioso, a juzgar por las remuneraciones que se reservan para tanta lumbrera. Quizás es acertada y cuasi universal la analogía que equipara a la Academia con cualquier organización dedicada al narcotráfico: necesita un colectivo de marginados con ambiciones que se expongan a posiciones precarias mientras sueñan con, algún día, poder marginar a otros desde una posición más cómoda. Lo que se viene a llamar carrera académica.
Ya puestos, apuntemos también a esa cosa que da miedo hasta nombrar y que viene apoderándose poco a poco de cada minuto de nuestras vidas universitarias: la burocracia. Pero es una muy particular porque viene hibridada con esa cultura de la autoexplotación, tan en boga estos días y hace que la tecnocracia blanda de las aplicaciones esté ganando de largo la partida al conocimiento lento que emana de la práctica cotidiana y la convivencia en el espacio de las aulas y laboratorios universitarios. No creo que haya mayor universal cultural en el espacio universitario que este: pregunte a quien pregunte, del último becario a la más sobresaliente catedrática, les encontraremos encerrados en un laberinto de burocracia esclerotizada. Lejos de solucionar el problema, la norma (no sólo la universitaria) suele agravarlo. Tenemos títulos encerrados en memorias verificadas de hace una década que se esculpieron en tablas de mármol, aplicaciones que nacieron para gestionar nuestra vida académica y que han acabado dirigiéndola y una pequeña batería de problemas burocráticos que, desde luego, no nos corresponden pero que poco a poco han acabado en manos de un profesorado universitario que debería dedicarse a otras cosas en vez de pelear para obtener códigos para introducirlos en solicitudes que subir a formularios electrónicos que caducarán antes de tiempo para obtener autorizaciones que consigan que puedas pagar un viaje o encargar un ordenador. Si esto es el progreso: duele. Estos días he acabado de leer el último ensayo de Remedios Zafra, titulado muy oportunamente El bucle invisible*, y ella lo describe tan bien que no me puedo resistir a traer aquí sus palabras. Según la autora “la desconfianza hace germinar la burocracia, beneficia la presión por justificar sustentada en protocolos e interminables gestiones” con lo que “se alienta el fingimiento que marchita el tiempo productivo y pensativo que los trabajadores debieran dedicar a <<su trabajo>> y que cargan de mala conciencia” (pg. 43).
Me sobran también los eternos complejos de inferioridad aliñados de burdo xenocentrismo que nos llevan a creer en términos de comparación tan faltos de rigor que si fueran la respuesta a un examen llevarían a sonrojarse de vergüenza ajena sin remedio a quien lo corrigiera. Por ejemplo, se han popularizado, creo que con muy mala intención, los rankings universitarios en los que se supone que debemos competir con las universidades de la Ivy League, o con las selectivas Oxford y Cambridge y otras tantas que son como el faro que, en mitad de una noche oscura, iluminan el rumbo de los pobres viajeros intelectuales sin norte. Lo cierto es que la inmensa mayoría de estos productos (lo son en el sentido más estrictamente comercial y no valen más que eso) son constructos opacos, sesgados o interesados en las que, necesariamente, habremos de quedar mal porque no atienden a ningunas de nuestras fortalezas y, sin embargo, resaltan todas nuestras debilidades. Estoy convencido de que en lo que toca a su papel como instrumentos de movilidad social, cambio educativo y como dinamizadoras del desarrollo social y económico de áreas tradicionalmente desfavorecidas de nuestra geografía las universidades españolas están, sencillamente, entre las mejores del mundo. Pero con esto ¿cómo se hace caja?
Abordemos, al fin, otra de las cuestiones abiertamente disfuncionales de nuestro funcionamiento universitario: la existencia de políticas científicas fabricadas con visión de tubo que acaban teniendo la inesperada consecuencia de empobrecer la Universidad. El caso español es paradigmático y digno de estudio a nivel mundial: políticas centralizadas de evaluación de la investigación patológicamente obsesionadas con un uso torcido de la bibliometría que acaban deformando la misma actividad que evalúan. Cuando me estrené como profesor universitario conocí un ecosistema académico que era fundamentalmente diverso y en el que coexistían los estudiosos (y estudiosas) con la investigación pura y vocacional, la enseñanza o el trabajo anejo al resto de instituciones sociales que demandaban diagnósticos, evaluaciones, diseños, formación y conocimiento; y sí, también había free riders siempre atentos a la ley del mínimo esfuerzo, pero eran una especie más entre tanta diversidad, en absoluto dominante. Tras varias décadas de publish or perish a la española forzado por nuestras agencias de evaluación, sólo puede afirmarse que ese ecosistema es hoy un páramo del monocultivo del artículo científico en el que ya no publicamos porque investigamos, sino que investigamos para publicar. Volviendo a El bucle invisible: todo no puede ser resumirse ni empaquetarse o ser una invitación a la docilización por la vía de las lógicas de indexación (pg. 197). Lo peor es que lejos de ser un accidente producido por políticas mal diseñadas, ha sido un cataclismo sistémico interesadamente alimentado que hoy garantiza el desvío ingente de fondos públicos que acaban llenando la cartera de los grandes grupos editoriales. Hay evidencias incontestables: el grupo editor mdpi, sospechoso habitual de la estafa piramidal editorial y una gente tan pragmática que para publicar en sus revistas te piden amablemente que les pagues en limpios francos suizos tiene en la ciencia española uno de sus principales nichos de negocio. No se les puede negar que tienen ese zeitgeist tan de nuestros días: espíritu emprendedor y mucho “rostro” neoliberal. Las mismas políticas científicas y su pertinaz insistencia en que demostremos nuestra valía acumulando títulos, certificados, nombramientos, menciones y otros activos credencialistas vienen aliándose con una dolencia tradicional de la vida universitaria: el culto larvado al ego y el progreso individual e individualista, que sigue impregnando muchos de los espacios (por fortuna, no todos) de nuestra cultura académica. Entendamos que el ego es un activo muy desigualmente repartido en nuestra institución universitaria: mientras que unos lo atesoran a cuentagotas y son eternos candidatos y candidatas al síndrome del impostor, otros lo acumulan de mala manera sin desprenderse de un gramo. Ninguna ley universitaria ha hecho nada serio por cambiar esta pequeña miseria de la vanidad competitiva (por otro lado, tan masculina): muy al contrario, se han servido de ella para alentar la competitividad entre equipos e investigadores e introducir presión en el sistema, que luego se exuda y puede detectarse en los pequeños detalles. Una vez recibí un correo electrónico de un colega: su firma, un prolijo relato de sus méritos y filiaciones académicas (todas ellos cacharros inservibles fuera de la propia Universidad), era más larga que el propio cuerpo del mensaje y terminaba con una línea bien resaltada que rezaba “acreditado para Catedrático”. Así es la gente entrañable de la Academia.
Nos sobran, desde luego tantos discursos vacíos a los que no hay manera de oponerse sin parecer un desalmado pero que, por lo demás, parecerían encajar sobradamente en un catálogo de IKEA igual que con esos rostros sonrientes y despersonalizados encontrados entre imágenes de stock que decoran los folletos con que tratamos de captar nuevos estudiantes. Hay cierto afán por apuntarse a cada buena intención del mundo posmoderno sin que luego esto se traduzca suficientemente en nuestras prácticas diarias. El último ejemplo lo hemos visto en esta época de crisis energética y costes estratosféricos: décadas predicando la sostenibilidad pero cuando el recibo de la luz vuela alto nos sorprende cargando con campus insostenibles, edificios ineficientes y facturas millonarias que sólo pueden domeñarse causando molestias a nuestro alumnado y nuestro personal. Tengo entre mis fábulas vacuas preferidas esa de la excelencia, que de tanto circular en el mundo de la Academia casi parece ya un lugar común al que nadie le pone un poco de ingenio. Porque si se lo pusiéramos nos daríamos cuenta de que el discurso sobre la excelencia, que es presentado con la misma vehemencia irracional que el de la salvación religiosa, es esa clase de mensaje que sólo puede conducir a la frustración ya que sólo existe como resultado de lo ordinario, estando al alcance únicamente de unos pocos. Tengo algún colega universitario que lo explica mejor que yo. En fin, la mayoría somos del montón y lo vamos a seguir siendo; de un montón digno, necesario y funcional, por supuesto, pero del montón.
Se ve que la experiencia aporta siempre al guiso un gusto un poco agrio. Pero resulta que cuando me leo y me encuentro pesimista quiero no creer mis propias palabras. Con todos los problemas que queramos atribuirle, es un hecho que la Universidad estaba ahí antes que el mundo moderno; antes que los Estados y los individuos; antes que Internet y antes de la primera empresa, y no creo que haya razones para suponer que no seguirá estando ahí cuando algunas de estas cosas ya hayan desparecido. Y siempre hay noticias que, a los que trabajamos aquí, nos alegran el día. Me llama la atención que en un tiempo en el que tratamos de cosificar al alumnado bajo el discurso de la empleabilidad, que reduce la formación universitaria a una cuestión de colocación de productos humanos (o de humanos producidos) en un mercado laboral que tiene visos de creciente devaluación de los méritos del trabajo, todavía seamos capaces de producir hermosos fallos del sistema. Como esa alumna cuyo brillante expediente no le ha impedido usar su oportunidad para sustituir un dócil discurso institucional de agradecimiento por un ¡Ayuso, pepera, los ilustres están fuera! en el día en el que el capricho de un rector de cierta universidad madrileña pretendía nombrar a una de las principales voceras de la neoderecha española más reaccionaria “alumna ilustre”. Ya ven que esto no sobra; que también hay un poco de lírica en nuestra Universidad de tanto en tanto; que no hemos conseguido arruinarla del todo. Que algo estaremos haciendo bien, le pese a quien le pese.
* El ensayo de Remedios Zafra ganó el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos en su edición de 2022 y está publicado por Ediciones Nobel. Contiene no pocas referencias a las contradicciones del trabajo universitario que serán de sabrosa lectura para todo aquel que trabaje en el ramo.