Los debates que está generando la salida del país de Juan Carlos I no tienen punto de fijación ni paredes posibles. La jugada tiene el propósito confeso de marcar un cortafuegos lo más ancho posible entre el rey emérito y Felipe VI. A estas horas, no sabemos aún si la incógnita del paradero de Juan Carlos I se debe a que se encuentra en un lugar indecoroso (como sin duda lo es la península arábiga) o a la voluntad de escenificar una verdadera desaparición del mapa, es decir, a la necesidad desesperada de que nos cansemos de hablar de él y nos olvidemos de que existe. En cualquier caso, la cosa llama la atención por su sentido de la anticipación. Da la impresión de que la Casa Real vive, ha vivido siempre, temerosa del momento en que los españoles girarían la cabeza y se dirían “¿y estos qué hacen aquí?”.

Dice Slavoj Žižek que, una vez ocurrida la Revolución Francesa, es imposible vivir como si no hubiera tenido lugar, por mucho que se empeñe uno. En España llevamos dos siglos siendo víctimas de un terrible equívoco. Cierto es que Fernando VII no fue guillotinado, sino que ahorcó, él, a Riego y al Empecinado. Pero, contra lo que se suele decir, esa diferencia con Francia no se debía a un supuesto carácter más monárquico y gregario del pueblo español frente a esos franceses, tan insumisos ellos, tan burros nosotros. No. Buscando una explicación más seria a esa impunidad del infame Fernando, pronto aparecen claves que nada tienen que ver con algún tipo de maldición española, claves exentas de auto-odio. Y algunas son extremamente sencillas. Tanto que basta un solo factor para explicar la diferencia entre los dos países, y es la tasa de alfabetización.

En el París revolucionario de finales del siglo XVIII, más de la mitad de la población sabía leer. En España, como en otros lugares periféricos de Europa, no se alcanzó esa proporción hasta un siglo y medio después. No busquen más. Lean a Benedict Anderson, a Ernest Gellner, a Emmanuel Todd y a otros, y se convencerán de que sin alfabetización no puede haber modernidad, democracia, ideologías políticas, etc. De hecho, lo sorprendente es la precocidad de la revolución española, elogiada por Marx. ¿Cómo podía esa sociedad, en esas condiciones de atraso, mostrar semejante predisposición al liberalismo y al universalismo como lo mostraron las Cortes de Cádiz y su constitución, que sitúan a nuestro país como uno de los primeros focos históricos de aparición de la democracia parlamentaria, tras EEUU y Francia ?

Tirando del hilo, no cuesta mucho ver las consecuencias del aumento progresivo de la tasa de alfabetización en España a lo largo del siglo XIX y principios del XX. El pueblo español llega tarde a la modernidad, pero en ella se revela como una sociedad explosiva de dinamismo y contestación. La monarquía se encuentra cada vez más incómoda en la España moderna. En el fondo, se sabe incompatible con ella. Alfonso XIII abandona España aun habiendo ganado (sus partidos) las elecciones de 1931 a escala nacional, pero perdido en casi todas las capitales de provincia. Por si acaso.

Se suele afear, con razón, a la Casa Real que su institución proceda del franquismo. Pero también se suele olvidar que ese franquismo se asentó sobre una montaña de cadáveres que supera a todas las dictaduras del Cono Sur juntas. La izquierda lo olvida, sí. Porque si no, nunca dirían eso de que “Franco murió en la cama”. Si a día de hoy tenemos monarquía, no es por seguidismo, por pasividad, ni por aburrida inercia histórica. Es una anomalía fruto de uno de los episodios más sanguinarios del siglo XX.

La existencia de una monarquía en España en el siglo XXI se hace tanto más aberrante cuando revisamos nuestros dos últimos siglos de historia. Es evidente que la monarquía es perfectamente compatible con la modernidad en ciertos países, de los más avanzados de Europa. Pero cuando miramos el mapa, vemos que se trata siempre de países germánicos (categoría que incluye a Gran Bretaña) en lo lingüístico y de tradición mayormente protestante en lo religioso. Es decir, que hablamos de una especificidad antropológica. Miremos ahora la esfera a la que pertenece España, la de países latinos en lo lingüístico y de tradición católica en lo religioso, y veremos que todos son repúblicas (si tenemos en cuenta que Bélgica sólo es latino a mitad). Las monarquías no son incompatibles con el siglo XXI, pero sí con la España del siglo XXI.

Por ello, cuanto más lejos queda en el tiempo el trauma franquista -y sus coletazos-, más fragilidad revela la monarquía. Según el sondeo de Metroscopia en 2014 ante la proclamación de Felipe VI, la República es la opción preferida por los españoles nacidos después del 23-F. Y no es que seamos olvidadizos de la Historia, de esos pasos que, se supone, dio Juan Carlos I a favor de la democracia: es que tales méritos son incompatibles con la idea misma de soberanía nacional, tal y como la defendía ya en el siglo XVI Francisco Suárez, anticipándose dos siglos a los Jacobinos y a las Cortes de Cádiz. Si la democracia es un derecho de los españoles, no podemos debérsela al buen talante de un rey. Tal y como señala -elogiosamente- Paul Preston en El triunfo de la democracia en España, Juan Carlos I sabía que optar por el progreso era para su reinado una cuestión de supervivencia. ¿Habría podido decidir seguir en el anquilosado régimen anterior, ese del que el 97% de los españoles querían salir, según el referéndum del 76? Quizás nuestra generación, mayormente republicana, no es desconocedora de la Historia sino de los paredones.

En todo caso, hay que reconocerle a la Casa Real una gran visión estratégica, que ya quisiéramos en otras esferas del Estado. Saben que están obligados a mantener un perfil bajo; que, a poco que la sociedad española se pare a pensar en la monarquía, la rechazará. Admitamos que un rey que abdica por la solemne razón de haber cazado un elefante no es algo muy corriente: es un pavoroso síntoma de fragilidad. Y ahora pone tierra de por medio, sin esperar. Anticipándose, como Alfonso XIII. No es una evolución reciente de la sociedad española, es su vuelta a la normalidad.