La literatura, cuyo conocimiento hoy se considera inútil, puede revelarnos algunas claves de la pesadilla reaccionaria en la que andamos sumidos en los países democráticos. Si entendemos el concepto como cualquier creación artística basada o participada de las lenguas naturales, literatura pueden ser desde los chistes hasta el cine comercial, obviamente quizá no con la misma calidad y entidad que la novela de Uclés La península de las casas vacías, pero literatura es.

Desempolvo, en lugar de la «Política» de Aristóteles, el cine que disfruté o sencillamente vi en mi infancia, que transcurrió entre los ochenta y los noventa del pasado siglo, con el espíritu de Roland Barthes. Sentía especial simpatía por el encantador y malhadado actor Michael J. Fox, ese eterno adolescente vivaracho, juglar del capitalismo. En El secreto de mi éxito (The secret of my sucess, 1987) él es un chaval con mucha ambición por prosperar. Empieza trabajando como mensajero en una gran empresa, regentada por un tío suyo millonario, cuyo objetivo era… Nunca lo supe. Un bloque de hormigón acristalado con decenas de pisos, ocupados señores trajeados, administrativos maltratados, salas de juntas con amplias mesas en el último piso, pero nadie sabe muy bien a qué se dedican o cómo hacen tanto dinero. Creo recordar que su ámbito era la logística, pero no queda muy claro. Fueron los comienzos del capitalismo financiero, actividades económicas basadas en humo, sin capacidad productiva ninguna, pero que produjeron unos beneficios como no se habían conocido antes. En Pretty Woman (1990) Julia Roberts cuestiona ante Richard Gere, que interpretaba a un tiburón financiero que se enriquecía de desguazar despiadadamente empresas industriales, el sentido de ese negocio. De aquel mundo tardíamente cuestionado heredamos nuestro paro estructural, la desactivación de la socialdemocracia en Europa y de su pálido reflejo demócrata en Estados Unidos, la emergencia de China y la India, la desigualdad entre capital financiero y rentas de trabajo y la crisis que casi arrasa con el capitalismo mundial en 2008. Y, finalmente, el malestar de la clase trabajadora depauperada. El FMI nunca habló, lamentablemente, con Julia Roberts.

Michael J. Fox acaba teniendo éxito. ¿Su secreto? Dado que la empresa se dedicaba a nada muy concreto, bastaba cierta astucia contable para lograr resultados, así que se pone un traje y finge ser uno de los directivos. Una farsa que en cualquier otra profesión habría durado poco, pensemos en un dentista o en un mecánico, pero en el mundo del capitalismo financiero, si lo haces, lo eres. Supe de unos buenos amigos de clase alta británicos que acabaron trabajando en banca. Los conocí en Leipzig y, hasta donde sabía, estudiaban filología alemana o su equivalente en Oxford y Cambridge. Lo sustantivo no era lo que sabían, sino dónde habían estudiado y de dónde provenían. La capacitación profesional, por lo visto, es lo de menos. Michael J. Fox lo entendió bien, se hizo amante de su tía política, se fingió magistralmente un ejecutivo de cuentas y todo se confabuló para que pudiera obtener el poder sobre la empresa por conspiración. Está bastante bien explicado el funcionamiento de la máquina: relaciones, ambición sin escrúpulos y filiación. Aquel cine, no obstante, predicaba que esa riqueza estaba al alcance de cualquier persona que creyera en sí misma y trabajara duro, no hacían falta libros, estudios, buena familia o especiales talentos. En El pelotón chiflado (Stripes, 1980 -en los ochenta, los traductores de películas al español eran todos quizá psiquiatras pluriempleados y traducían el título de cualquier comedia americana añadiendo «loco» o «chiflado», hasta el punto de que bastaba con ver el trastorno mental en el título para conocer el género de la película-), unos hombres desnortados y buenos para nada se unen al ejército de los Estados Unidos. A pesar de mantener la misma actitud, su ingenio y arrojo en un enfrentamiento con el ejército soviético los convierten en héroes y promocionan militarmente, así que tampoco necesitaron de mucho saber militar. Los actores eran algunos de los cómicos más brillantes de su generación, como John Candy o Bill Murray, pero la trama es tan divertida como inverosímil. En Regreso a la escuela (Back to School, 1986), Thorton Melon (Rodney Dangerfield) es un empresario de éxito millonario que se matricula en la universidad para pasar tiempo con su hijo. Asiste a una clase de microeconomía y se topa con un académico de origen británico, antipático y engreído, pleno de un conocimiento fútil. El rechazo a la ciencia, a la tradición intelectual europea y a la educación en todo su esplendor; el simpático zopenco capaz de hacer dinero con su propio esfuerzo frente al estirado inútil de la academia. Igualmente, en Straight Talk (1992), Dolly Parton es confundida con una psicóloga y gracias a su carisma, ingenio y buen corazón suplanta con éxito a una profesional de la salud mental en un consultorio sentimental radiofónico. Cuando un auténtico psicólogo quiere desenmascararla legítimamente por intrusismo, el personaje es retratado como un envidioso y un pedante. Muchos trabajadores acabaron creyendo, no solo en EE.UU., que bastaba con ser un hombre vulgar y corriente con ambición y autoestima para tocar el cielo. Nunca fue verdad. Dolly Parton escupe a su inquisidor que ella se licenció en la universidad de «que te jodan» (o eso decían en la traducción española). En esa época se fundan la «Universidad de la Vida» y la «Universidad de la Calle», cuyos títulos no habilitan para ninguna profesión ni proveen de conocimiento científico alguno.

En Cobra (1986), un policía se enfrenta a una absurda secta responsable de la criminalidad en Chicago. La criminalidad se debió al alto desempleo y a la desigualdad que sobrevino tras la crisis del petróleo del año 1973, no a delirantes conspiraciones. Hábilmente se instaló la idea de que el criminal era «el otro». En esta época surge una histeria por la rampante criminalidad urbana que contamina todo el cine, pero se desvincula su virulencia de la pobreza y la desigualdad a la vez que se demoniza a las víctimas y monstruos nacidos de estas circunstancias. En Robocop (1987) un desindustrializado Detroit futurista sufre una inusitada violencia por la corrupción y debilidad de sus autoridades, ni rastro del desempleo y la necesidad económica. El perfil racista en la narración, al margen de puntuales y exculpatorias apariciones de actores de otras minorías, es palmario. Hay un momento en que Marion Cobretti «Cobra» humilla y maltrata a unos hispanos que encuentra a su paso acodados sobre un coche. La perspectiva del discurso da a entender que se trata de delincuentes, cuando el relato no contiene absolutamente nada que los retrate como a tales. Son criminales porque son morenos, hablan español y no están trabajando. En un vulgar atraco a una tienda, el personaje de «Cobra», con una violencia absolutamente desproporcionada e irresponsable, acaba con la vida del asaltante, un hombre con aparentes trastornos mentales. Cuando un periodista local le inquiere por su actitud tímidamente, el personaje estalla, agrede al periodista y exclama chillándole: «¿Acaso alguien así tiene derechos?» Toda una apología de la barbarie, un vómito sobre la herencia ilustrada; la prensa libre y la legalidad liberal servidas perversamente como un obstáculo para la justicia y como instrumentos que conducen a la indefensión del honesto hombre común. De nuevo un hombre corriente (caucasiano y heterosexual, siempre) resuelve heroicamente con violencia injusticias, como otro Don Quijote, pero sin humanidad ni humanismo ni sentido del humor. Ni del ridículo.

Son un puñado de ejemplos de muchas películas y series idénticas con una visión del mundo semejante. Recuerdo cómo mi hermano mayor jaleaba a aquellos héroes y de alguna forma se sentía uno de ellos. Todos han descubierto tarde la estafa: no hay premio ni éxito para los audaces y tenaces, el éxito es cuestión de familia la mayor parte de las veces y de azar otras tantas. Era necesario que creyeran en ese triunfo individual para que las élites económicas pudieran desmantelar la industria, los sindicatos y los logros sociales obtenidos después de la II Guerra Mundial. Pero ya no desean de nuevo luchar por un nuevo reparto más justo, ahora quieren ganar sobre otros, quieren una victoria personal.

Una vez hubieron robado robado todas las albondigas al tonto con el cuento del País de Jauja, ya no fue necesario seguir halagando su ego. En los noventa, la ficción pasó a ridiculizarlos y la izquierda económicamente desactivada se suma a los movimientos de las minorías sociales, de los trabajadores inmigrantes y del feminismo que reclaman, para empezar, dignidad. Eso supone un cuestionamiento de la centralidad representativa del género humano en el varón caucasiano heterosexual, y esta noción se transmite lentamente a la industria de la ficción. Este cuestionamiento empezó e Europa en los setenta con el pensamiento posestructuralista, pero llega relativamente tarde a los campus de Estados Unidos, desde donde se redifunde a todo occidente. Irónicamente, este pensamiento de parcial inspiración marxista fue mal entendido por la clase trabajadora autóctona. Al trabajador masculino no le queda nada y quienes cree que lo deberían representar parecen haberse convertido en abogados de quienes lo cuestionan.

Ese grupo social hoy monta en cólera si le cambian el sexo a Los Cazafantasmas o si un superhéroe de aspecto caucasiano de tebeo es interpretado por un actor afroamericano. Ya no son el héroe central de la ficción, son pobres infelices, carne de comedia, fracasados, Homer Simpson, Peter Griffin. Los anuncios publicitarios de juego en línea redundan en esa idea: no eres nadie ni lo serás nunca. La ficción deviene en simple mentira. Fin de la americana fanfarria por el hombre común.

Thornton Melon o Marion Cobretti no son progresistas, no creen en la ciencia ni en los derechos humanos, tampoco en la igualdad, no negocian, no entienden el feminismo ni la homosexualidad, no confían en los extranjeros y se consideran los dueños naturales del planeta. Ya no se ríen, acabó la comedia, tenían el poder y saben cómo recuperarlo. Y ese botín no se reparte, cada hombre de esta grupo lucha solo por sí mismo. En Yo soy la justicia (Death Wish, 1974), nauseabunda película con exitosas secuelas y cuyo título en español es tomado de una cita del propio protagonista -como si fuera un agresivo y ridículo Luis XIV vagando por los bajos fondos, pero completamente ajeno a la Ilustración-, el resentido varón solitario resuelve con una santificada violencia complejos problemas sociales desde una perspectiva moral vaga, básica y maniquea.

¿Reconocen el discurso? Como ha sucedido con el cambio climático, estuvimos quizá incubando el huevo de la serpiente sin saberlo.